lunes, 21 de diciembre de 2009

EVERETT REIMER, LA ESCUELA HA MUERTO (I)


EVERETT REIMER
LA ESCUELA HA
MUERTO
ALTERNATIVAS EN MATERIA DE EDUCACIÓN


¼
D
R. I. P.
BARRAL 








Título de a la edición original:
School is dead: alternative in education
(Doubleday & Company, Inc.)




Traducción de
Ernesto Mayans








Primera edición: marzo, 1973
Segunda edición: noviembre, 1973


























© Everett REimer, 1970, 1971
© de los derechos en lengua castellana y de la traducción española: BARRAL EDITORES, S. A.- Barcelona, 1972


IBSN: 84-211-0202-1
Depósito Legal: b. 46145- 1973                                                                    Printed in Spain



Mi abuela quiso que yo tuviera una educación;
por eso no me mandó a la escuela.
MARGARET MEAD









1.      EL CASO CONTRA LAS ESCUELAS


«Si los tiburones fueran personas”, preguntó al señor K. la hijita de su arrendadora, “¿se portarían mejor con los pececitos?” “Por supuesto”, dijo él. “Si los tiburones fueran personas harían construir en el mar unas cajas enormes para lo pececillos, con toda clase de alimentos  en su interior, tanto vegetales como animales. Se encargaría de que las cajas tuvieran siempre  agua fresca y adoptarían  toda clase de medidas sanitarias. Si por ejemplo un pececillo se lastimara su aleta, le pondrían inmediatamente un vendaje de modo que el pececillo no se les muriera a los tiburones antes de tiempo. Para que los pececillos no se entristecieran, se celebrarían algunas veces grandes fiestas acuáticas, pues los peces alegres son mucho más sabrosos que los tristes. Por supuesto, en las grandes cajas habría también escuelas. Por ellas los pececillos aprenderían a nadar hacia las fauces de los tiburones. Necesitarían, por ejemplo, aprender geografía, de modo que pudiesen encontrar  a los grandes tiburones  que andan perezosamente tumbados en alguna parte. La asignatura principal sería, naturalmente,  la educación moral del pececillo. Se les enseñaría que para un pececillo lo más grande y lo más bello es entregarse con alegría, y que todos deberían creer en los tiburones, sobre todo cuando éstos les dijeran que iban a proveer un bello futuro. A los pececillos se les haría creer que este futuro sólo estaría garantizado cuando aprendiesen a ser   obedientes. Los pececillos deberían guardarse muy bien  de toda inclinación vil, materialista, egoísta y marxista; y cuando alguno de ellos manifestase  tales desviaciones, los otros deberían inmediatamente denunciar el hecho a los tiburones.
»…Si los tiburones fueran personas, también habría entre ellos un arte, claro está. Habría hermosos cuadros a todo color de las dentaduras del tiburón, y sus fauces serían representadas como lugares de recreo donde se podría jugar y dar volteretas. Los teatros del fondo del mar llevaría a escena obras que mostraran heroicos pececillos nadando entusiásticamente en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que a su son los pececillos se precipitarían fauces adentro, con la banda de música delante, llenos de ensueños y arrullados por los pensamientos más agradables. Tampoco faltaría religión. Ella enseñaría que la verdadera  vida del pececillo comienza verdaderamente en el vientre de los tiburones. Y si los tiburones fueran personas,  los pececillos dejarían de ser, como hasta ahora, iguales. Algunos obtendrían cargos y serían colocados encima de los otros. Se permitiría incluso que los mayores se comieran a los más pequeños. Eso sería delicioso para los tiburones, puesto que entonces tendría más a menudo bocados más grandes y apetitosos de engullir. Y los pececillos más importantes, los que tuvieran cargos, se cuidarían de ordenar a los demás. Y así habrían maestros, oficiales, ingenieros de construcción de cajas, etc. En pocas palabras, si los tiburones fueran personas, en el mar no habría más que cultura.»
Bertold Brecht, Kalendergeschichten.




La mayoría de los niños del mundo no van a la escuela. La mayoría de los niños que ingresan a ella, la abandonan al cabo de pocos años. La mayoría de los que sortean la escuela con éxito, dejan sus estudios más adelante. Las estadísticas de la UNESCO demuestran que solamente en una reducida minoría de naciones apenas la mitad de los niños completan los primeros seis años. Sin embargo, no existe ningún niño que no aprenda algo en la escuela. Los que nunca pueden ingresar a ella, aprenden que las cosas buenas de la vida no les corresponden. Los que la abandonan tempranamente, aprenden que ellos no se merecen esas cosas buenas. Los que desertan más tardíamente, aprenden  que el sistema es vulnerable, aunque no sean ellos quienes puedan golpearlo. Todos aprenden  que la escuela es el camino que lleva a la salvación secular, y disponen que sus hijos deberán subir  peldaños de los que ellos escalaron.
 Para la mayoría de los miembros de la generación actual esa esperanza ―la de que sus hijos se beneficien de la escuela más que ellos―, está destinada a ser un chasco. Las escuelas son demasiado caras  como para que esa esperanza pueda convertirse en realidad. Puede que a muchos les parezca que se convierten en realidad, pero esa apariencia es un engaño alimentado por el envilecimiento inflacionario de la divisa académica. Se otorgarán más títulos universitarios y secundarios, pero éstos valdrán menos, tanto en términos de la cantidad y la clase de aprendizaje como por la habilitación para obtener un trabajo y el ingreso efectivo.
En todos los países los costos escolares aumentan más rápidamente que las inscripciones y que el ingreso nacional. Si bien la partida del ingreso nacional destinada a las escuelas se puede dar el lujo de crecer lentamente a medida que lo hace dicho ingreso, no puede continuar creciendo según las tasas actuales. En Puerto Rico, por ejemplo, el ingreso nacional de 1965 fue diez veces mayor que el de 1940. Durante ese período las matrículas pasaron del doble en tanto que los gastos escolares se multiplicaron veinticinco veces. Sin embargo, aún en 1965, menos de la mitad de todos los estudiantes puertorriqueños completaban nueve años de  escuela, y la proporción de quienes llegaban a niveles superiores sin saber leer era más alta de lo que lo fuera veinticinco años atrás. Puerto Rico no es un caso típico en sus tasas absolutas de crecimiento, pero sí en las relaciones vitales entre las mismas. Monografías que estudian el costo de la escolarización en países africanos y asiáticos ―patrocinadas por el Instituto Internacional para la Planificación Educativa― pintan  un cuadro similar. Lo mismo acontece con los estudios llevados a cabo en Gran Bretaña y en la mayor parte de los países de Europa Occidental. Estudios recientes realizados en Estados Unidos sugieren que se requerirían ochenta mil millones de dólares adicionales para satisfacer las estimaciones que los educadores han hecho en cuanto a lo necesario para proporcionar una escolarización adecuada. Aun el cese de la guerra en Indochina proporcionaría únicamente una pequeña fracción de esa suma.


La conclusión no tiene escapatoria: ningún país el mundo puede costear la educación que su pueblo desea mediante escuelas. Excepto en los casos de unas pocas naciones ricas y de alguna que todavía no han sido contaminadas por el virus del desarrollo, ningún país del mundo puede costear las escuelas que actualmente demandan sus pueblos por boca de sus líderes políticos. En Estados Unidos, los continuos intentos de suplir la demanda de estudios pre-universitarios condenarán a las minorías negras y rurales a esperar indefinidamente una educación  adecuada. En países como India, Nigeria y Brasil, para que una reducida minoría goce del lujo de la escolarización sería necesario negarle a la mayoría, durante varias generaciones, todo recurso educativo. Así y todo,  visto a la luz de los estándares estadounidenses, ese lujo sería lastimosamente inadecuado.
La escuela es la empresa más grande del mundo; más grande que la agricultura, la industria o la guerra. Comparativamente, los rivales que le disputan a la escuela el dólar destinado a la educación son demostrablemente menores. Los medios de comunicación masiva son el competidor más prominente, más fácil de definir y más pequeño. Por grandes que sea  la prensa y la televisión, sumándoles el cine, la radio y todas las otras formas  de publicidad, difusión y entretenimiento públicos, el conjunto no llega a ocupar la mitad del tiempo  y el dinero dedicados a la escolarización – Esto puede no ser válido para Estados Unidos, si lo que se mide son las horas que un hombre dedica al trabajo; pero las masas rurales del resto del mundo, que aún no han sido mayormente afectadas por los medios de comunicación masiva, han comenzado a mandar sus hijos a la escuela.  Si bien es difícil estimar, las instrucciones que tiene lugar en el trabajo mismo, puede que sea un rival más cercano, pero así y todo es un competidor que lleva las de perder frente a las escuelas. En el mundo entero hay más personas trabajando de las que existen en la escuela, pero no es mucha la diferencia. Por lo menos no es tanta como para que compense el mínimo de horas laborales que dedican al aprendizaje.
Todavía hay quienes piensan que sería posible financiar mediante escuelas la educación que necesitamos, y que para ello sólo bastaría darle prioridad al asunto. Esa creencia pasa por alto la dinámica de la escolarización. No bien se plantea la asistencia universal a la secundaria, la competencia salta a los estudios pre-universitarios, a costos más altos. Ya existe un revuelo que busca otorgar títulos superiores al doctorado, con el argumento de que el doctorado se ha convertido en algo corriente y envilecido. En un mundo que no pone límites al consumo y que determina la posición de las personas según sus títulos, la escolarización tampoco puede conocer límites.
Las escuelas son una forma perfecta de contribución fiscal regresiva, que los pobres pagan para beneficio de los ricos. Las escuelas financias especialmente mediante contribuciones generales que en última instancia afectan al pobre mucho más de lo que sugiere la incidencia directa de la misma. El impuesto a la propiedad, por ejemplo, lo paga el que ocupa la vivienda y no el dueño de la misma. Algunos otros impuestos ―como los del tabaco, las bebidas y los artículos de lujo― los pagan los consumidores y no los productores. En cambio, los beneficios de los propios gastos públicos que se destinan a la escolarización, son distribuidos de manera directamente proporcional al privilegio económico existente.
En Estados Unidos, los niños pertenecientes a la décima parte más pobre de la población asiste a la escuela media que no llega a los cinco años. A ese nivel, las escuelas a las que asiste no gastan más de quinientos dólares al año en cada alumno. La escolarización total de esos niños cuesta al público contribuyente menos  de dos mil quinientos dólares por cada uno. Los niños de la décima parte más rica de la población acaban los estudios universitarios y un año de estudios para graduados, lo que cuesta unos treinta y cinco mil dólares por cabeza. Suponiendo que un tercio sea desembolso privado, así y todo el décimo más rico recibe diez veces más fondos públicos para su educación que el décimo más pobre.
Las escuelas hacen imposible igualar la oportunidad educativa, aún en términos de la partida presupuestal de los fondos públicos. Salvo que prescindan totalmente de los estándares académicos, las escuelas no pueden jamás mantener a los niños pobres durante  tanto tiempo como a los ricos; y a menos que inviertan la relación de gastos que siempre ha caracterizado a la escolarización, las escuelas siempre gastarán más en los niños superiores que en los inferiores. De acuerdo con la estructura actual de la escuela, los propios programas compensatorios, que han sido específicamente diseñados para ayudar a los niños pobres, no pueden lograr su propósito. De los tres mil millones de dólares que  el gobierno  federal estadounidense dispuso para otorgar servicios suplementarios a niños pobres, de hecho se gastó menos del tercio en niños que podía elegir recibir dicha ayuda. Esos niños no dieron muestras de ningún mejoramiento mensurable, en tanto que los niños que no podía elegir, pero con los que se mezcló con otros, no sólo se beneficiaron del dinero sino que además lograron una ganancia mensurable. Muchos de los administradores escolares responsables de estos programas tenían buenas intenciones. Además de segregar a los niños pobres, o de darles privilegios que sus compañeros de clase no podían compartir, se les hizo difícil ayudarlos selectivamente.
Las escuelas estadounidenses son relativamente justas en comparación con las del resto del mundo. En Bolivia, por ejemplo, la mitad de las partidas presupuestarias públicas destinadas a la escuela van a parar a manos de un 1 % de la población. La relación de gastos educativos que existe entre el décimo superior de la población y el décimo inferior es, respectivamente, de casi trescientos a uno. La mayor parte del mundo se aproxima  más a la proporción boliviana que a la estadounidense.
Las escuelas constituyen una contribución regresiva porque los privilegios van a la escuela durante más tiempo y porque los gastos aumentan  a medida que lo hace el nivel de escolarización. Las escuelas para graduados, por ejemplo, apenas proveen los subsidios estudiantiles más altos, no sólo en términos relativos sino también en términos  absolutos. Los estudiantes post-graduados provienen especialmente de las capas sociales  que cuentan con ingresos más altos. Sin embargo, a ese nivel de estudios, los alumnos prácticamente no pagan ― de hecho a menudo son ellos los pagados ―, en tanto que la financiación,  de las escuelas para graduados proviene principalmente de fondos públicos. En el campo científico, por ejemplo, los gastos suman varios cientos de miles de dólares anuales por alumno. A veces se argumenta que se explota a los estudiantes graduados, pagándoles sueldos de maestros y de ayudantes de investigación. Esto es cierto en sentido estricto, pero a la larga, la explotación de los estudiantes graduados no es más que una cuota de iniciación que se paga para tener luego mayores ingresos de por vida. En los niveles de subgraduados hay una mayor proporción de gastos privados, pero aun en ese caso los subsidios públicos llegan a una media de miles de dólares anuales por estudiante,  comparados con los cientos de dólares que se gastan en los niveles inferiores, que son a los que pertenecen la mayoría de los niños pobres.
Los economistas que desarrollan estas tesis arguyen que loso campesinos, hindúes, los sharecropper*  de Alabama, y los lavaplatos de Harlem, no necesitan más educación hasta que el mundo esté preparado para absorberlos en mejores trabajos, y que esos mejores trabajos sólo pueden crearlos otros, a quienes deben darse por tanto una prioridad educativa. Pero este argumento pasa  por alto muchos hechos económicos,  demográficos y políticos. En los sitios donde tiene lugar, el crecimiento económico sirve fundamentalmente: para apuntalar el nivel de la vida de quienes de por sí viven ya desahogadamente;  para engrosar los presupuestos del ejército y la policía secreta; y para sustentar los mercados de las naciones más desarrolladas. La población está creciendo mucho más aprisa que el ritmo al que es posible ampliar, mediante escuelas, las oportunidades educativas reales. Por ello, postergar la educación de las masas no sirve más que para aumentar la dificultad de la tarea futura. Por otro lado, postergar la educación de las masas no sirve más que para aumentar la dificultad de la tarea futura. Por otro lado, pocas son las personas que sin un mínimo de educación y movilidad social han recortado voluntariamente  las tasas de natalidad. Si hubiera en el mundo un monopolio del poder, el crecimiento demográfico podría ser cortado arbitrariamente. Pero tal como es el mundo. Ignorar las demandas populares de educación no sólo  es moralmente insostenible sino políticamente  imposible, salvo para los regímenes militares. Para la mayoría de la gente, forzar a los demás a no tener hijos sería una política inaceptable.
Si bien los niños que nunca asisten a la escuela  son económica y políticamente los más despojados, es muy probable que sean los que sufran menos daño psicológico. Los indios de los Andes, las tribus africanas y los campesinos asiáticos, pertenecen a comunidades que carecen de escuelas, y si las tiene sólo son para los hijos de las élites. Ni los padres ni los abuelos de esos niños pensaron jamás  que las escuelas fueran lugares a los que esperaran enviar algún día a sus hijos. Sí saben, en cambio, lo que las escuelas implican. Ir a la escuela significa  abandonar la vida tradicional, mudarse a un lugar distinto, dejar a un lado las cargas físicas sustituyéndolas por el trabajo de la lengua y el intelecto, y cambiar la comida, la ropa y las costumbres tradicionales por otras que pertenecen al gran pueblo o a la lejana comunidad tradicional, soportando las cargas familiares y confinado  a las diversiones que los medios primitivos puedan proporcionar. Saben, sin embargo, que eso significa prolongar la dominación que los demás ejercen sobre ellos, continuar la dependencia en épocas de hambre,  guerra y enfermedades, aumentar la distancia que los separa de quienes detentan  la riqueza,  el poder y la respetabilidad, ene. mundo entero, cuando llega la hora de elegir, la mayor parte de los padres que no han ido a la escuela deciden enviar a sus hijos a ella.
Esos primeros asistentes se acostumbran mucho peor que sus hermanos y hermanas mayores, para quienes  la escuela llegó demasiado tarde, no duran mucho en ella. En 1960, la mitad de los niños hispanoamericanos que asistieron a clase por primera vez no llegaron a conocer el segundo año, y la mitad de los alumnos del segundo año nunca llegaron al tercero. Las tres cuartas partes desertaron antes de haber aprendido  a leer. Sin embargo, lo que ciertamente aprendieron fue que ellos no encajaban en la escuela, que vestían pobremente, que sus modales eran toscos, y que en definitiva eran unos tontos  comparados con los que pasaron a los cursos siguientes. Eso les ayudó a aceptar el privilegio y el poder mayores de la minoría meritoria, así como la pobreza relativa y la impotencia política propias. Empero, no estaban tan preparados como sus hermanos y hermanas mayores para aceptar las limitaciones de la vida tradicional. Una pequeña dosis de escolarización puede inducir a una gran cantidad de insatisfacción. Cuantos más años se ha pasado en la escuela, mayor es el daño que sufre la persona al abandonarla. El niño que jamás aprende a leer es todavía capaz de aceptar  su inferioridad como una de las realidades de la vida. El niño que pasa a niveles más altos puede aprender  que él no  es realmente distinto de los hijos del alcalde, del comerciante o el maestro, salvo que ellos tiene el dinero o la influencia necesarios para  continuar a la secundaria o a la preparatoria, y en cambio él se queda  rezagado por carecer de los mismos. Para él resulta mucho más fácil aceptar  que los otros  obtengan mejores empleos, disfruten  de los puestos más privilegiados o conquisten a las muchachas más bellas, todo porque pudieron permanecer más tiempo en la escuela.
¿Un mundo de triunfadores? Si eso fuera todo aún sería posible salir en defensa de la escuela. Pero los que triunfan en el juego escolar constituyen un grupo especial. Los otomanos acostumbraban  castrar a los candidatos a ciertos puestos directivos. Las escuelas hacen que la emasculación física sea innecesaria, puesto que  ejecutan la labor con mucho mayor eficacia a nivel libidinal. Lo último es, por supuesto, una metáfora simplista. Si bien existen evidencias de que las niñas tienen  más éxito que los varones en la escuela,  y de que a los varones les va tanto peor cuanto más masculinos se juzgue que sean, todo ello se debe sin duda mucho más  a factores sociales que a motivos físicos. La metáfora empleada antes  no sobrestima  los hechos sino que más bien los subestima. La escuela domestica ―emascula socialmente―, tanto a las niñas como a los barones, mediante  un proceso mucho más complejo que la mera selección por sexos. Para sobrevivir la escuela demanda conformismo por  lo que moldea a los estudiantes para que se adapten a las normas de la supervivencia. Eso no sería tan desastroso si el criterio principal fuera simplemente  que los alumnos aprendiesen el currículum oficial de la escuela― a pesar de que eso sustituiría  el aprendizaje verdadero por lo que Whitehead y otros filósofos de la educación han llamado el conocimiento muerto. Los criterios reales  de supervivencia son mucho peores. Además de la riqueza o de la influencia de los padres, dichos criterios incluyen  la habilidad para ser más listos que el propio sistema escolar. Según John y Holt y otros maestros perceptivos, eso es lo que los estudiantes brillantes aprenden fundamentalmente en la escuela.
Afirmar que las escuelas enseñan conformismo y también a ser más astutos que el juego no es una contradicción. Ser más astutos que el juego es una forma de conformidad.  Habrá maestros que se preocupen por lo que el niño aprende, pero los sistemas escolares únicamente llevan  registros de las notas que el niño obtiene. La mayoría de los niños aprende a cumplir los reglamentos que las escuelas son capaces de plantear y a infringir aquellos que no pueden ser coactados. Pero también, diferentes estudiantes aprenden de diferentes maneras a conformarse o a ignorar las reglas y aprovecharse de ellas. Quienes las ignoran en su totalidad se convierten en desertores, y lo que aprenden fundamentalmente es que ellos no pertenecen ni a la escuela ni a la sociedad que ella representa. Los que se conforman con los reglamentos llegan a ser productores y consumidores dignos de confianza de la  sociedad.  Aquellos a quienes la disciplina escolar les toca de refilón, aquellos que ejecutan sus deberes con facilidad y tiene muy poca  necesidad de violar las reglas,   son los menos afectados por la escuela. Son, o se convierten,  en los aristócratas sociales y en los rebeldes. Eso es, de cualquier modo, lo que sucedió antes que las escuelas comenzaran a desintegrarse. Actualmente hay estudiantes de todo tipo que se unen  para pedir salida y las escuelas participan de un revoltijo similar para tratar de reconquistar de cualquier forma a los desertores.
 Todavía a comienzos de siglo, las escuelas eran una institución menor,  y todos los que no fueran adecuados para ella o por  ella, tenían otras opciones educativas. Hace cincuenta años, no había ningún país en el mundo que tuviera más del 10% de su población quinceañera en la escuela. Las escuelas crecieron tan rápidamente en parte porque el trabajo que llevaban a cabo era muy importante para la era tecnológica  que entonces acababa de comenzar. El monopolio escolar tecnológico. Las alternativas a las escuelas son necesarias fundamentalmente porque las escuelas impiden  a la humanidad escapar de ese monopolio.  Las escuelas son una garantía de que en un mundo dominado por la tecnología aquellos que hereden las influencias serán los que se beneficien de la dominación, y, peor aún, los que han sido declarados incapaces de cuestionarla. El juego escolar no sólo moldea a los líderes sino también  a sus seguidores con el fin de que jueguen al consumo competitivo ― primero se trata de alcanzar los estándares de los otros, y después de superarlos ―. No importa saber si las reglas son honestas o si vale la pena el juego.
La escuela se ha convertido en la iglesia universal en la sociedad tecnológica, incorporando y transmitiendo su ideología, y confiriendo status social proporcionalmente con la aceptación de la misma. El problema radica en la adaptación, la dirección y el control de la misma. Puede que no reste mucho tiempo, y parecerá que la única esperanza estriba en la educación ―la verdadera educación de hombres libres capaces de dominar  a la tecnología en lugar de ser esclavos de ella;  de otros, en nombre de ella.
Hay muchos caminos que llevan a la esclavitud, y pocos que llevan al dominio personal y a la libertad. La tecnología es capaz de matar; sea por envenenamiento del medio ambiente, por guerra moderna o por la superpoblación. Es capaz de esclavizar: mediante el encadenamiento de los hombres a  ciclos de consumo competitivo interminables; mediante la instauración de estados policíacos; mediante la creación de una dependencia a modos de producción que a la larga no son viables.
No hay caminos seguros para escapar de estos peligros. Sin embargo, no  puede haber una salida mientras los hombres continúen sojuzgados por una secular ortodoxia monolítica. La primera enmienda a la constitución de  Estados Unidos fue un mojón histórico. “No habrá religión establecida.” Lo único que ha variado han sido los términos y la perspectiva del problema. Nuestra mayor amenaza actual es el monopolio mundial de la dominación de las mentes humanas. Necesitamos una prohibición efectiva del monopolio escolar, tanto de los recursos educativos como también de las oportunidades vitales que se dan a los individuos.



* Personas que trabajan la tierra a cambios de una parte de la cosecha (N. de T.)




3 comentarios:

  1. Everett Reimer realizo un recuento histórico del surgimiento de la Institución escolar desde la antigüedad hasta nuestros días.

    La educación surgió a través de la práctica de culto y el gobierno. Los chamanes y sacerdotes constituyen el eje no solo del desarrollo de los maestros y las escuelas, sino también de la evolución del hombre. El cerebro, la mano y la lengua; la horda, la villa y la ciudad, la magia, la religión, el arte y la ciencia son los pilares del desarrollo físico, social y espiritual del hombre.

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  2. saludos. Tengo una duda el sistema escolar de su pais socialista, sigue en que se diferencia del capitalista , si alguna diferencia.? se enseña en sus aulas algo de marxismo?

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