lunes, 21 de diciembre de 2009

EVERETT REIMER, LA ESCUELA HA MUERTO (VII)

7    ¿SON POSIBLES LAS INSTITUCIONES DEMOCRÁTICAS?


            Si continuamos creyendo que los objetivos del sistema industrial ―la expansión de la producción total, el aumento de consumo que trae como consecuencia, el avance tecnológico, las imágenes publicitarias que sostienen a ese sistema ― se ajuntas a la vida, entonces nuestras vidas completas estarán al servicio de tales objetivos. Tendremos, o se nos permitirá tener, cuanto convenga a esos objetivos; todo lo demás estará fuera de lugar. Lo que nos haga falta será manejado de acuerdo  con las necesidades del sistema; se ejercerá una influencia similar sobre la política del estado; la educación se adaptará a la necesidad industrial; las disciplinas requeridas por el sistema industrial se erigirán en la moral convencional de la comunidad. Se hará que todos los otros objetivos parezcan afectados, carentes de importancia o anti-sociales. Seremos prisioneros de las necesidades del sistema industrial. Para sancionarlas, el estado añadirá su poder moral, y quizá parte de su poder legal. En suma, el desenlace será la benigna servidumbre de la criada doméstica a quien se enseña a tomar por propios los intereses de su ama, en lugar de ver la servidumbre obligada de la gleba.

Si, por el contrario, el sistema industrial es sólo una parte de la vida ― y relativamente una parte menguante ―, existe mucho menos lugar para la preocupación, los fines estéticos tendrán sitiales preferentes; quienes los sirvan no estarán sujetos a los fines del sistema industrial; el propio sistema industrial se hallará subordinado a lo que esas dimensiones vitales demanden. La preparación intelectual se llevará a cabo en atención a sí mismos y no al mejor servicio del sistema industrial, los hombres no estarán atrapados  por le creencia de que aparte de los objetivos del sistema industrial ―aparte de la producción de bienes e ingresos mediante métodos técnicos progresivamente más avanzados ― no hay nada importante en la vida.
JOHN KENNETH GALBRAITH
El nuevo estado industrial
Frente a la carencia ya reconocido de un lenguaje adecuado para hablar de las instituciones, quizá parezca prematura la hipótesis según la cual éstas pueden ser democráticas. Sin embargo, este capítulo plantea la hipótesis de que es posible reconocer ciertas instituciones en las cuales se puede restringir la tendencia hacia la domesticación, y que estimular a este tipo de institución puede nutrir el crecimiento de una sociedad justa y democrática.

Las instituciones se hallan tan identificadas con la jerarquía, el control, el privilegio y la exclusión, que la sola noción de instituciones democráticas parece algo extraño. La democracia jeffersoniana se basaba en la relativa ausencia de grandes instituciones, y salió mal parada frente el crecimiento de las corporaciones burocráticas públicas. De acuerdo con Galbraith y otros autores, la tecnología actual requiere grandes instituciones. Como sugiere la cita previa, el tema desarrollado por Galbraith en  El nuevo estado industrial,  tiene mucho paralelismo con el argumento de este capítulo, su argumento es mucho más detallado y está mucho más cuidadosamente habilitado. De no haber sido por el respaldo de su documentación, las posturas aquí adoptadas serían mucho menos defendibles. Galbraith no sugiere, sin embargo, una dicotomía institucional del tipo de la bosquejada en este capítulo. En The Affluent Society,  que en un sentido es un volumen paralelo a  El nuevo estado industrial, Galbraith sugiere la necesidad de un vasto cambio de recursos, de la empresa privada a la pública. Nuevamente, la mayor diferencia con respecto al argumento  de este capítulo radica en la cautela mucho mayor de Galbraith, a la que va unida la documentación inmensamente superior de sus aserciones. Para Galbraith toda la esperanza parece estriban en un cambio de valores básicos. De no producirse ese cambio es muy poco lo que se puede hacer. Quizá tenga razón. pero este capítulo sugiere que, si tal cambio comenzara a tener  lugar, un adecuado programa de desarrollo industrial podría conducir a algo mejor que la mera batalla entre los objetivos sociales institucionales y los humanistas.

Históricamente ha habido al menos instituciones casi-democráticas: la ciudad estado griega, la aldea de Nueva Inglaterra, la república jeffersoniana; algunos de los templos, iglesias y hermandades religiosas primitivas; las redes del mercado chino. También algunas instituciones modernas  que parece servir propósitos democráticos; por ejemplo, sistemas postales, redes telefónicas, sistemas de carreteras. Si los mercados chinos y los sistemas de carreteras no parecen ser idóneos para el status institucional, eso se debe en parte al menos a la forma en que hemos sido entrenados a pensar acerca de esas instituciones.

La historia de las instituciones en una historia de dominación. Los ejércitos, los templos, las cortes y los imperios establecieron el molde institucional, y a pesar de las excepciones  su patrón ha continuado determinando la manera de pensar del hombre caso al extremo de definir cómo no institucionales a las desviaciones que se apartan de ese patrón. Incluso las personas que admiten que se podría llamar institución a una organización no jerárquica o exclusiva, argumentará que la jerarquía y la asociación selectiva aumentan la eficiencia institucional. Probablemente lo hagan, en el sentido de la dominación. Las instituciones  que mejor dominen a sus miembros pueden ser también las que mejor dominen a sus rivales. Esparta ganó la guerra a pesar del elocuente alegato de Pericles a favor de la democracia ateniense. Las relativamente democráticas ciudades-estados griegas fueron más tarde conquistadas por una Roma mucho menos democrática. La crónica se comienza a oscurecer con la victoria de Inglaterra sobre España y los resultados de las dos guerras mundiales. Pero incluso la historia inglesa  da fe de la mejor disciplina  de su armada, obtenida en parte a punta de látigo, y la crónica de la batalla entre la dictadura y la democracia  no se ha cerrado aún. En la actualidad, el clamor más ruidoso en pro del control proviene de los liderazgos de las democracias.

Los partidos de la jerarquía no quedarán satisfechos con la admisión de que las instituciones grandes y jerárquicas controladas pueden dominar mejor a las otras. Ellos demandan que haya mayor eficiencia  productiva al mismo tiempo. Eso es como pretender que el aparato digestivo de los tiburones más grandes es mejor que el de los pequeños porque los primeros se comen con éxito a los últimos. La Compañía General Motors: ¿es más productiva  porque es más grande o es más grande porque es más productiva? Ni lo uno ni lo otro. Es más grande porque es el resultado de una fusión; su tamaño le da recursos para dominar a otras compañías que siguen siendo independientes. No es, en términos generales, un productor más eficiente, de lo contrario no compraría tantas piezas grandes y pequeñas  a las otras compañías más pequeñas. Su tamaño la ayuda ciertamente a dominar el mercado, lo cual permite a su vez cierta economía de escala en la producción. En la actualidad la General Motors es el jugador más eficiente del juego en el que está metida, de la misma manera que Estados Unidos y Rusia son actualmente líderes de la lucha mundial por la dominación- Nadie puede legar que esas naciones sean modelos de eficiencia en lo que respecta a todo lo demás.

En contraste con la General Motors, consideramos a la compañía estadounidense de teléfonos y telégrafos. Es exactamente tan técnica, tan orientada al lucro y tan grande como la General Motors; pero hay una gran diferencia entre lo que las dos compañías hacen por y con sus clientes. La compañía telefónica  instala un aparato y éste queda allí, cualquiera que sea su modelo, su forma o su color ― salvo que el cliente, por razones personales, decid adquirir otro distinto―. El suscriptor telefónico paga unos dólares al mes y, a menos que tenga hijos quinceañeros, se despreocupa  de su teléfono hasta que alguien lo llame o decida él llamar a otra persona. No hay que lavar ni engrasar ni prestar cualquier otro servicio al aparato, salvo en contadas ocasiones; no hay que asegurarlo, y no existe el peligro de que lo roben. No es, por otra parte, algo que provoque orgullo o envidia, preocupación o deleite, excitación o terror.  Sencillamente está al alcance de la mano, en caso de que sea necesario comunicarse con un vecino o con un antípoda; no impone restricciones a lo que se diga y no se mete en absoluto con el uso que se haga de él. Lo puede utilizar cualquiera que tenga unas monedas, o un amigo, o quien tenga una emergencia, incluso si no puede costear o no quiere tener un teléfono propio. El servicio esencial que obtiene  el usuario ―el valor que ese servicio tiene para la persona― no tiene nada que  ver con lo que paga o con quien es. Obviamente, los que viven mejor están mejor servidos, pero la red de comunicación telefónica es esencialmente democrática ―siempre y cuando sirva a los individuos  y no a las computadores, las corporaciones a los sistemas militares.

Qué diferencia hay respecto al Cadillac y el Chevrolet. Que pertenecen menos a sus dueños que sus dueños a ellos. Las discusiones familiares campean mucho antes de que se haga la compra: discuten el modelo, el color, el estilo, los caballos de fuerza, la dirección hidráulica, las ventanillas a control remoto, etc.; sin hablar de las opciones que tiene el comprador. Los pagos diferidos subsiguientes dominan el presupuesto familiar de la misma manera que el automóvil domina la vida familiar. Los triunfos y las tragedias se suceden rápidamente unos a otros a medida que el coche sale o bien o mal parado de tal o cual prueba. La utilidad es lo que menos nos preocupa. Con tal de no exponer al nuevo miembro de l familia a los peligros de estacionarlo en la calle,  nos hacemos miembros de clubs automovilísticos que tiene aparcamientos exclusivos para sus socios. El rendimiento del número de kilómetros por litro de gasolina pasa a ser tema de debate con los vecinos. Ni siguiera pensamos en las emanaciones de plomo y otras sustancias que envenenan la atmósfera.

¿Cuestión de naturaleza humana? Quizá, pero en otras partes la gente compite a caballo, a pie, con varas o con piedras, sin entregar sus vidas ―incluidos sus empleos, impuestos, educación, y el estado del aire, el agua y la tierra en que viven ―a los productores de esos caballos, varas o piedras. Ahí también existe naturaleza humana por medio. El automóvil, al igual que la casa moderna o los utensilios domésticos extravagantes, es un juguete demasiado grande para oponerle resistencia. Cuando el automóvil se ofrece ― incluso a cambio de la sumisión a quien lo suministra― es tan difícil resistir a él como era en los cultos primitivos resistirse a los ídolos, el incienso y las rameras del templo. La vida es aburrida; entonces ¿de qué manera mitigar el tedio?

Esa es una de las maneras tradicionales  de dominar a los hombres. Las otras dos son la fuerza, y la retención de las necesidades. La fuerza se emplea principalmente entre las naciones. Las necesidades son retenidas para asegurar los servicios a las clases bajas. El juego de los mayores se emplea para mantener a raya la guardia del palacio. La competencia internacional, la competencia interclases, y la competencia interpersonal,  se hallan vinculadas todas. La primera requiere de la institución militar; la segunda, de las instituciones  policiales y penales; y la tercera, de la General Motors. Lo común a esas instituciones es que tratan de obtener ventajas para un grupo o un individuo sobre otros. Todos esos tipos de ventajas tienen en común el hecho de que fijan un precio para ellas y para el producto que la hace posible. Cuando la  ventaja es permanente hay que estar pagando constantemente su precio. Si la ventaja es global, sucede lo mismo con el precio. La esencia se expone con más elegancia en la leyenda de Fausto y el tema reaparece a lo largo de la mitología humana. Facilita el criterio fundamental para distinguir a las instituciones democráticas de las instituciones dominantes.

Las instituciones democráticas ofrecen un servicio y satisfacen una necesidad sin conferir ventajas a otros ni crear dependencia, cosa que sí hacen otras instituciones, como la seguridad social. En lugar de ser sistemas de producción adoptan una forma reticular, o sea que son redes o cadenas que en lugar de elaborar y vender un producto acabado proporcionan una oportunidad de hacer algo. Los sistemas de comunicación y transporte públicos son ejemplos de sistemas reticulares, al igual que el suministro de agua y el drenaje, los sistemas de distribución de gas y electricidad, y los mercados que facilitan el flujo de varios tipos de bienes. Los servicios públicos son instituciones democráticas siempre cuando sean verdaderamente  públicos y suministren algo verdaderamente útil.

Todo el mundo tiene de acceso a un verdadero servicio público, ya sea gratuitamente o mediante el pago de una suma que todos puedan cubrir. El acceso al mismo depende de la opción y la iniciativa del usuario, quien también puede cancelar el servicio cuando le plazca. Los productos más usuales, como el agua y la electricidad, se pueden emplear para una variedad de propósitos. Lo mismo sucede con las carreteras y los sistemas postales. Las redes de servicio públicos dan pruebas  de una verdadera economía de escala. Cuanto más crecen y más personas son las servidas por ellas, más utilidad prestan a todos. Los sistemas de agua y de drenaje que parecería ser la excepción, dejan de serlo no bien se considera la salud pública. Las supercarreteras, al contrario de lo que sucede con la red de caminos, son falsos servicios públicos. Los servicios satisfacen necesidades básicas y universales. Todo el mundo necesita agua, electricidad, comunicación, transporte, comida, materias primas y un lugar donde intercambiar productos y demás. Sin embargo, las necesidades básicas son limitadas. No se pueden multiplicar indefinidamente. Por lo tanto, se las puede satisfacer sin agotar todo el tiempo, la labor, las materias primas y la energía humana disponibles. Una vez satisfechas, la gente aún tiene una serie de cosas por hacer, siempre y cuando lo desee, y disponga de recursos suficientes para hacerlas. Los dirigentes y administradores de las instituciones democráticas pueden y deben responder ampliamente a los expresos deseos de sus clientes.

Las instituciones que confieren o mantienen ventajas sobre otras instituciones y otros individuos encajan en una descripción diametralmente opuesta a la anterior. Tienden a ser sistemas de producción en lugar de redes de servicios. En los casos en los que se hallan involucradas las redes de servicios, las instituciones a las que ahora nos refreímos tienen el propósito secundario de distribuir un producto particular. En este último caso el acceso es limitado y frecuentemente  muy caro. Una vez que uno se ha sumado a ellas es difícil apearse, siendo la participación a menudo obligatoria, o bien crea hábito. El producto tiende a ser específico, primoroso y de uso múltiple. Se da lugar a importantes desequilibrios de la economía de escala. A cierta altura, la extensión del servicio a nuevos clientes se convierte en un perjuicio para los más antiguos. No satisfacen necesidades básicas, sino necesidades parcialmente inducidos por lo menos.  Sin embargo, una vez inducidas, esas necesidades no tienen límites y nunca pueden ser enteramente satisfechas. La superabundacia conduce al exceso en lugar de a la saciedad. Las instituciones dominantes tienden, por tanto, a convertirse en instituciones totalitarias, que consumen el espacio vital de los seres humanos y la capacidad vivificante de la biosfera. Los dirigentes de las instituciones dominantes deben tomar y mantener la iniciativa. Hay que seducir, manipular y coaccionar a los clientes. Cuando un cliente toma una iniciativa o una elección genuina, ello tiende a minar los requisitos necesarios para el sostenimiento de las instituciones dominantes.

La mayoría de las instituciones existentes sólo encajan de manera parcial en esos prototipos diametralmente opuestos. Algunas de ellas se ciñen mejor o peor: en el caso de las primeras, ciertos servicios públicos; en el caso de las segunda, los establecimientos militares, las prisiones  y los asilos. La mayoría de los productos, los servicios y las instituciones, equidistan más o menos entre ambos prototipos. Los automóviles, los hogares modernos y los utensilios domésticos, no son meramente peores en el juego del status. Por otra parte, llamar telefónicamente a larga distancia empleando para ello una tarjeta de crédito, puede ser pura ostentación o arribismo. La dirección de la compañía telefónica y su publicidad institucional difiere muy poco de las de la General Motors, la cual además de producir automóviles produce también autobuses. Pero, sin embargo, los autobuses los fabrica casi al margen de su actividad. La política y el papel social  de la General Motors vienen determinados por el automóvil particular, considerado primariamente no como un medio de transporte ―tal como Henry Ford  concibió al modelo T― sino como  un símbolo del status. Ahora que se ha inventado el teléfono con pantalla, la compañía  telefónica podría seguir muy bien los pasos de la automovilística. No cualquier persona puede poseer un teléfono de ese tipo,  y parece ser que su empleo podría requerir, además, un espacio privado. Eso puede tener a su vez un desenlace similar al que ha padecido el automóvil. Si la elección queda en manos de los empresarios, existen muy pocas  dudas que la A. T 6 t. (Compañía  Telefónica y Telegráfica Estadounidense) seguirá los pasos de la General Motors. La dirección de un servicio genuinamente público  debe manejar igualmente a su clientela que a su personal. La elección es decisiva. Afortunadamente no es demasiado tarde aún para que el público elija.

 No se trata de una elección entre alta y baja tecnología. No se trata necesariamente de una elección entre la dirección privada o pública, sea de servicios “públicos” o de fábricas “privadas” que elaboren los productos necesarios. Es una elección a la vista de un catálogo que contienen las clases y variedades de productos ofrecidos. Una canasta de compras que el rico pueda llenar interminablemente es incompatible con la libertad, tanto para el rico como para el pobre. Pero esa metáfora es inexacta. La canasta  inexhausta sólo da cabida aquellos productos de la tecnología avanzada que un número suficiente de personas puede ser inducido a comprar. Quien sea capaz de costearlo puede desde luego llenar la canasta de productos hechos a la medida, pero incluso ese tipo de productos pertenece a una artesanía heredada que vive del pasado. Una artesanía vigorosa no puede sobrevivir a una competencia sin restricciones con la tecnología avanzada. La elección tiene lugar, en última instancia, entre dos estilos de vida  completamente distintos. Uno es igualitario, pluralista y relativamente diseminado en lo que toca a las clases de productos y servicios que ofrece.- La gente tiene que hacer las cosas por su cuenta, pero tiene el tiempo y la libertad de hacer lo que quiera. El otro estilo de vida se basa en una jerarquía de privilegios unificada, que tiene el respaldo de la competencia internacional, interpersonal e interclases. Esos tipos de competencia son limitados y altamente estructurados, pero sus premios son relativamente encantadores, a simple vista por lo menos.

Puede ser una posición extremadamente idealista creer que la gente que ya tiene la segunda opción en la mano querrá cambiarla por la primera. Sin embargo, hay indicios de que ello podría suceder y el cambio no sería enteramente voluntario. La contaminación del medio ambiente, la presión de los subprivilegios y los horrores de la guerra pueden ayudar a decidir el asunto. Pero una fuerza ciega no puede hallar soluciones inteligentes a los problemas. Eso sólo pude hacerlo la inteligencia. De ahí que la educación sea tan importante, y de ahí que no se la pueda dejar en manos de las escuelas.

Las escuelas son en sí mismas instituciones dominantes y no redes que ofrezcan oportunidades. Elaboran un producto que luego se vende a sus clientes con el nombre de educación. El hecho de que se concentren  en los niños les otorga una clientela menos crítica y severa, a la que ofrecen los premios ofrecidos por otras instituciones dominantes. Lo s padres desean esos premios para sus hijos, mucho más de lo que los desean para sí mismos,  y se les puede vender  un  futuro color de rosa con mucha más facilidad que una ilusión presente.  Vista de lejos, las falacias de la competencia son difícilmente perceptibles con claridad. Los no-estadounidenses pueden lograr nuestro estándar de vida  si se educan a sí mismo para ganárselo. Nuestros hijos pueden tener lo que nosotros tenemos si se preparan a sí mismo para producirlo. Esas proposiciones suenan muy plausibles, pero cuando se les mira en perspectiva son patentemente falsas. Una carrera por el consumo sin fin siempre debe terminar con el galgo que atrapa a la liebre, con un montón intermedio que obtiene algunas migajas, y con un vagón repleto de rezagados. Ese será el resultado, en términos de naciones, clases e individuos. Las escuelas no sólo impiden ver tal cosa, oscureciéndola, sino que nutren activamente las ilusiones que la contradice. Preparan a los niños exactamente para la competencia interpersonal, interclase e internacional. Producen adultos que creen haber sido educados y que de todas maneras ya no disponen de recursos sobrantes para proseguir con su educación.

Habrá que reemplazar a las escuelas mediante redes de oportunidades que permitan que la gente tenga acceso a los recursos educativos esenciales, incluidos objetos y personas.

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