lunes, 21 de diciembre de 2009

EVERETT REIMER, LA ESCUELA HA MUERTO (X)

10. EL FINANCIAMIENTO DE LA EDUCACIÓN UNIVERSAL.

     La forma de establecer una institución es financiarla.

                                                  WILLIAM O. DOUGLAS
                                     Juez de la Suprema Corte de Estados Unidos    
En un mundo justo, o en un mundo que esté tratando de lograr la justicia, los desembolsos públicos destinados a la educación debieran ser inversamente proporcionales a la riqueza del estudiante. Los desembolsos privados van a parar casi todos a las manos de quienes viven desahogadamente, de manera que un desembolso educativo total igualitario requeriría que los fondos públicos para la educación fueran proporcionalmente mayores para los pobres. Así y todo, eso no serviría para igualar las oportunidades educativas, ya que los padres y los hogares de quienes viven mejor importan una inversión educativa que debe ser neutralizada. Por último, los pobres padecen la desventaja de la cultura del silencio, herencia de la magia y el mito diseñada para asegurar la docilidad de sus miembros. Eso, y no una deficiencia genética, es lo que representa un obstáculo para el aprendizaje de sus hijos; eso, y el castigo del fracaso y la desaprobación, que constituye su sino habitual en las escuelas. Esas desventajas, que ni son inherentes a esos niños ni han sido creadas por ellos, requieren que se efectúe un gasto adicional en la educación de los pobres. Si todos los fondos públicos que una nación destina a la educación se gastaran exclusivamente en los pobres, pasarían aún muchas generaciones antes de compensar las desventajas que tantas generaciones de explotación les han impuesto.
Debería ser claro que hasta el primer paso para igualar la oportunidad educativa de las clases sociales requiere que se asignen recursos de la educación fuera del marco del sistema escolar. Hay sólo dos maneras de garantizar que los niños pobres reciban siquiera una parte igual de los fondos públicos destinados a la educación: una es segregarlos completamente en escuelas para ellos solos; la otra, darles directamente el dinero a ellos. La primera de estas alternativas ya se ha intentado, fracasando de forma total. 
La decisión antisegregacionista que la Suprema Corte de Estados Unidos adoptó en 1954 se basaba precisamente en el hallazgo de que la doctrina previa, «separados pero iguales», no había funcionado. Ningún país del mundo fracasa en proporcionar más y mejor escolarización a sus niños más privilegiados.
Encargar a los educandos de la dirección financiera de los recursos educativos no soluciona todos los problemas que se presentan en la asignación de esos recursos, pero es un paso indispensable para llegar a una solución. Con ayuda de ese principio no sólo es posible encarar el problema de la igualdad de oportunidades entre clases distintas, sino hacer frente a muchos de los problemas anteriormente discutidos. Las escuelas, seguirán, se ajustarán o fracasarán, de acuerdo con la satisfacción que reciban sus clientes. Surgirán otras instituciones educativas, según la habilidad con que satisfagan a sus clientes. Los educandos podrán elegir entre aprender en el trabajo o aprender a tiempo completo, qué habilidades quieren aprender, a qué edad utilizar los recursos educativos y cómo hacerlo.
Esto presupone la existencia de un sistema de contabilidad educativa de por vida, administrado durante la niñez pro los padres, que permitiría que el crédito educativo fuera acumulable y que desde muy temprana edad el educando tuviera poder de veto con respecto al empleo del mismo.
Con eso se solucionarían todos los problemas en el mundo, tal como lo veía Adam Smith. En el mundo tal cual es, aún hay una distribución imperfecta de la provisión de recursos verdaderamente necesarios para la educación y también un imperfecto conocimiento de qué recursos son necesarios y dónde encontrarlos. Este conocimiento imperfecto no se limita a los educandos. También los proveedores en potencia de recursos educativos desconocen dónde se hallan sus clientes en potencia y qué necesitan. Por último existe el eterno problema de la imperfección humana: gente que quiere algo a cambio de nada y gente que es capaz de vender cualquier cosa con tal de obtener una ganancia. De existir la competencia perfecta y el conocimiento completo, ambos podrían contrarrestar el problema de la venalidad del hombre. Como no existen, continúa el problema para empeorar las cosas.
Un sistema de contabilidad educativa y otro de servicios públicos educativos tales como los antes sugeridos se complementarían mutuamente. Se los podría combinar de distintas maneras. Una de ellas sería que los servicios públicos se financiaran por su propia cuenta, tal como se supone que suceda con el servicio postal, cobrando a cada usuario el costo aproximado del servicio que se le presta. Otra forma consistiría en que los servicios prestados por las redes de recursos educativos fueran totalmente gratuitos. Esto requeriría dividir los fondos públicos destinados a la educación entre el mantenimiento de los servicios propuestos y la provisión de las cuentas personales propuestas.
Además de esas alternativas son factibles varias combinaciones más: proveer algunos servicios gratuitamente y cobrar por otros, o cobrar a algunas personas y no a otras, según la edad, el ingreso económico y otros criterios. Es imposible discutir exhaustivamente todas las combinaciones puesto que son muchas, pero, sin embargo, vale la pena mencionar algunas. Así, por ejemplo, las redes educativas podrían proporcionar un servicio gratuito de catálogos que indicasen los datos de los modelos de ciertas destrezas, los colegas, los objetos, etc., pero no hacer nada más que facilite económicamente el acceso a ellas. Eso dejaría en manos del educando que él comprara mediante su crédito educativo el libro indicado o pagara de ese fondo al modelo, etc. Alternativamente, las  bibliotecas y los depósitos de objetos educativos de demanda corriente, podrían ser gratuitos para el público; se podría igualmente pagar mediante fondos públicos a maestros de lectura y matemáticas para que enseñaran habilidades elementales.
Estas alternativas sólo atañen al empleo de fondos públicos provenientes de contribuciones impositivas y divididos entre las redes de recursos educativos y las cuentas educativas personales. Es posible concebir disposiciones financieras adicionales. Así, se podría establecer un banco educativo en el cual se pudieran depositar fondos para la educación y del que se pudieran obtener créditos educativos. Los modelos de destrezas podrían preferir que en lugar de que se les pagara al contado se depositara el dinero en sus cuentas educativas y en las de sus hijos. Los educandos podrían solicitar al banco un crédito para pagar al modelo que acumula crédito o dinero para pagar al modelo que desea ser pagado al contado; y el educando podría luego pagarle al banco, ya fuera al contado o prestando a su vez un servicio como modelo para quien quisiera aprender lo que él hubiera aprendido.
Un banco de esa índole no podría competir en el mercado con bancos  cuyas actividades no son  tan restringidas y que se hallan en mejor situación para obligar a la amortización de los préstamos. También se podría establecer un subsidio educativo, ya fuera a través de un respaldo gubernamental para dicho banco o para cualquier servicio gratuito ofrecido por una red educativa o bien incluso para la fundación de tal red. La utilización de impuestos para pagar la educación ya es, naturalmente, un subsidio, pero si los fondos fiscales que van a la educación fueran completamente desviados hacia las cuentas educativas, no habría ningún tipo de educación que recibiera más subsidio que otra. Hoy existe ese privilegio. Las escuelas para graduados son muy favorecidas con respecto a las primarias. La ciencia es la favorita frente a otros campos. Los subsidios no se confinan al sector público. Las industrias monopolistas pueden transferir los costos de educar tanto a sus empleados como al público, ya que pueden fijar los precios que les permiten absorber esos costos. Las oficinas gubernamentales se mueven aún con mayor libertad: los militares disponen de fondos ilimitados para entrenamiento y de una capacidad casi ilimitada para educar al público no sólo mediante el gasto de dinero, sin también mediante   la manipulación de la información, los medios masivos dse comunicación a menudo reciben el subsidio de los publicistas de productos y servicios, en tanto que las corporaciones productoras pueden a su vez cobrar al público la educación que le imponen. Algunos subsidios educativos son pagados directamente por el bolsillo del público. Otros son reunidos por empresas privadas que se amparan en leyes tolerantes. Todas ellas son expresiones de una política pública admitida  más o menos abiertamente.
Si todos los fondos públicos para la educación se canalizan en cuentas educativas personales y si todas las instituciones educativas, incluidas las redes propuestas, tuvieran que ser autónomas, entonces la política educativa se hallaría realmente a la vista del público. De acuerdo con los niveles de gastos actuales eso significaría que cada hombre, mujer o niño de Estados Unidos dispondría de doscientos cincuenta dólares anuales para gastar en su educación. Ello acarrearía también la necesidad de que todas las escuelas primarias y secundarias, las universidades y los colegios para graduados, cobraran una matrícula suficientemente alta par cubrir los gastos. A primera vista, más de una carrera universitaria quedaría cortada de raíz. Pero cada recién nacido contaría con un fondo de por vida de 17.000 dólares para financiar su educación personal. Por el mismo razonamiento, cada persona de veintiún años contaría con doce mil dólares;  cada persona de cuarenta años, con siete mil, y cada persona de sesenta años con dos mil. Esa es la media de escolarización que el público estadounidense compra en la actualidad, mediante impuestos, para cada uno de sus ciudadanos. Aproximadamente, es equivalente a una educación a nivel de pre-universitario. El hecho de que tan poca gente la obtenga no hace sino subrayar la desigualdad característica de la distribución existente. En realidad, si los fondos públicos se dividieran por igual, pocos de entre los que actualmente reciben más serían los perjudicados  seriamente. Casi todos podrían financiar privadamente su educación adicional. Por su parte, los niños pobres  recibirían cinco veces más ayuda educativa de la que reciben actualmente. Teniendo en cuenta la medida, esos niños pobre recibirían la misma suma que ahora obtienen hasta llegar a los quince años. Sin embargo, a esa altura les quedaría cuatro veces más. Muchos niños pobres empiezan a esa edad a beneficiarse del entrenamiento formal, lo que puede deberse únicamente a que el sistema de escolarización actual se adapta tan mal a sus necesidades.
¿Qué sucedería con quienes gastan hoy en día a un ritmo mucho mayor? Ceñirse a su cuota anual, ¿significaría un retrazo para el niño de clase media que actualmente al llegar más o menos a los veintiún años agota su cuota de fondos públicos? Hoy por lo menos tres circunstancias en las cuales eso no tendría lugar. Primero: su familia podría suplementar  su cuota. Hoy en día la inversión privada estadounidense  que va a la educación es sólo una cuarta del gasto público y  un quinto del total. Segundo: en lugar de asistir  a la escuela podría educarse más barato en algún otro lugar. Tercero: podría solicitar un préstamo con la garantía de su concesión de por vida. En circunstancias favorables ello debiera ser relativamente seguro. Si la familia del estudiante  fuera bastante rica, pero no se mostrara dispuesta a poner de su dinero,  quizá pudiera  en cambio asegurara a su hijo de distintas maneras contra el riesgo del fracaso. Por el contrario, si la familia fuera pobre,  pero el estudiante tuviera la capacidad y se tratara de una promesa para su futura carrera,  el riesgo podría cubrir mediante algún tipo de gasto público.
¿Qué sucedería con la gente que no utiliza su correspondiente bolsa educativa? Se podría beneficiar a los contribuyentes. Se podría aumentar las bolsas educativas al año siguiente. Se podría permitir a las familias que hicieran un fondo común con sus créditos. Rápidamente los adultos podrían aprender a disponer del dinero que fuera a recibir, lo que podría beneficiar mucho a la educación, a los mismos adultos y a la sociedad. Aquellos adultos que actuaran en defensa de su propio interés educativo podrían  constituirse en inteligentes compradores de educación. Sus demandas incorporarían al mercado recursos educativos que podrían usar también los jóvenes una vez que se hubiera hecho la demostración. Mucha gente hoy adulta y muchos ancianos podrían revivir y comenzar a tener un interés mejor informado hacia sí mismos y hacia los asuntos públicos.
¿Cómo se gastarían realmente los créditos educativos? ¿Qué sucedería con las escuelas? ¿Cómo se controlaría la usura? Las respuestas dependen mucho de la forma en que se desarrollen las redes de recursos anteriormente descritas. La inversión de capital en estas redes tendría que recibir prioridad sobre los fondos públicos para la educación, aunque posteriormente hubiera que reembolsar dicha inversión mediante tarifas a cobrar por el servicio. Si esas redes fueran bien concebidas y funcionaran bien, motivaría la inversión de muchos educandos, especialmente las de los adultos al principio. Sin embargo, muchos de esos adultos serían padres cuyos hijos comenzarían muy pronto a usar esas redes.
Las escuelas continuarían siendo  usadas durante cierto tiempo por los padres que dependen de la custodia que las mismas ofrecen y por los estudiantes que estén a mitad de sus carreras y aún las necesiten. Si embargo, las escuelas no podrían continuar funcionando al mismo nivel actual, puesto que los fondo públicos disponibles  para el grupo de edades al que sirven serían menos de un tercio de los fondos que las escuelas reciben en la actualidad. Es posible que algunas de éstas  sobrevivieran ― antiguas escuelas ya consolidadas, y unas pocas de los distintos ricos cuyos dueños podrían costear que siguieran con las puertas abiertas y podrían costear el no tener que preocuparse mucho por el futuro económico de sus hijos. Muy pronto un buen número  de personas descubrirían maneras más eficientes de aprender y más agradables de pasar el tiempo que la escuela.
Puede que los charlatanes y los usureros hicieran de las suyas durante un tiempo. Pero si las redes funcionaran adecuadamente esas personas serian muy prono castigadas, no mediante la supresión, sino mediante la competencia de lso abastecedores honestos y los modelos de habilidades, ayudados por pedagogos competentes que aconsejaran a padres y estudiantes. Controles del tipo de los ofrecidos por las oficina asesoras de negocio son demasiado ineficaces como para causar un prejuicio serio, pero son aptos para ser usados contra los parlanchines.
El dinero que hoy no alcanza para las escuelas seria más que suficiente para financiar una gigantesca red de objetos educativos y  y para financiar parcialmente a un número  de modelos, pedagogos y líderes educativos, muchísimo mayor que el de los maestros empleados en la actualidad. Muchos trabajarían solamente parte del tiempo como modelos o líderes, dedicándose, además, a practicar sus habilidades y a llevar adelante sus exploraciones con otros fines.  Los consejeros educativos que trabajaran a jornada completa podrían servir a una clientela de mil personas, dando a cada una un promedio de dos horas al año.
¿Magia financiera? En absoluto. El costo de la custodia sería transferido en gran parte de vuelta al bolsillo privado. En la actualidad la mayor parte del mismo va a parar al cuidado de personas que están en edad de cuidarse por sí solas o de trabajar, y que en muchos casos viven mejor trabajando.
Si bien es cierto que todo lo anterior no implica ninguna especie de magia económica no lo es menos que con la desaparición de las escuelas aumentaría obviamente dos grandes problemas sociales. Hay que cuidar a los niños más pequeños;  hay que proporcionar trabajo a los niños mayores. Algunos de los niños de más edad podrían emplearse para cuidar a los más pequeños. Otros, que no se avengan a ese tipo de trabajo, serían de todas maneras excelentes modelos atléticos, musicales y de muchas otras habilidades que los más chicos requieren  realmente aprender. Y, finalmente, otros podrían construir lugares de recreo, mediante un trabajo gradual y sostenido de las calles, en los terrenos disponibles, en los campos y en los bosques; lugares que temporalmente  al menos y a través del esfuerzo de los mayores fueran seguros para los niños pequeños.
Desde luego no se debería emplear a todos los niños mayores para cuidar a los más chicos. Algunos tendrían que ayudar a sus padres o hermanos mayores e incluso sustituirlos durante parte del tiempo a fin de dejar en libertad a quienes tengan el interés y el talento adecuados para  que se dediquen a los más pequeños o a dirigir las actividades de los adolescentes. Por lo que respecta a estos últimos, si bien deberán trabajar, no se les deberá confinar al trabajo rutinario. Esos jóvenes podrían llevar a cabo un buen número de proyectos de investigación ecológica y social. De manera análoga existirían gran variedad de proyectos artísticos ― desde pintar el pueblo hasta organizar festivales y obras de teatro ― que no sólo servirían para ocupar  a los jóvenes, sino también para beneficiar a los mayores.
La esencia de todos estos proyectos ― el principio sobre el que descansa el trabajo de los niños mayores y el cuidado de los más pequeños― debe ser la creación o la re-creación de una vida sana. Las opiniones no son tan divergentes en lo referente a qué sea  una vida sana, especialmente cuando se trata de niños. Los problemas radican más bien en la superación de las barreras, en el hallazgo personal adecuado, en la financiación. Pero la desaparición de las escuelas liberaría una gran cantidad de dinero y de talento.
¿Cómo se podría, partiendo de la situación actual, reencauzar ese dinero y ese talento? Basándose en los principios propuestos  más arriba se podrían redirigir los fondos públicos educativos que hoy van a las escuelas poniéndolos a disposición de los estudiantes, los maestros, los contribuyentes y los hombres de negocio.
Las cuentas educativas permitirían canalizar hacia las manos de los estudiantes los fondos que hoy van a parar a las escuelas. Podría suceder que los estudiantes se gastan ese dinero en escuelas, ya fuera porque la legislación no les diera otra opción, o porque las escuelas les siguieran vendando los ojos, o porque, a fuerza de necesidad,  proveyeran brillantemente lo que la gente deseara. Todas las probabilidades indican que si el dólar educativo fuera directamente a los estudiantes, las escuelas recibirían una porción en constante disminución del  mismo.
Los estudiantes probablemente elijan gastar parte de sus dólares directamente en los maestros, pasando por encima de las escuelas, pero también hay otras maneras de que los maestros se beneficien a expensar de éstas. Cualquier debilitamiento significativo del poder regulatorio de las escuelas tendrá esa consecuencia; por ejemplo, su poder para hacer la asistencia obligatoria  o para certificar la habilitación según los requisitos del curriculum. Si los exámenes fueran válidos sin necesidad de que el estudiante asistiera a clases,  aumentaría la demanda de maestros particulares. Desde luego,  para que ellos aumentaran sus ingresos sería necesario transferir los ahorros provenientes de una reducida asistencia escolar a una cuenta tutelar. Para que ello fuera posible la mayoría de las leyes escolares no necesitarían modificación alguna.
La sola reducción de los recursos asignados a la educación constituye una de las formas de transferir los fondos de las escuelas a los contribuyentes. Sin embargo, otro medio sería desplazar el énfasis educativo de los niños hacia los adultos. Puesto que hay  más contribuyentes que padres de familia, la educación  distribuida entre toda la población adulta tendería a emparejar beneficios educativos con saldos contributivos. Claro que al contribuyente no se le devolvería un dólar franco,  sino un dólar destinado a la ecuación, pero eso podría acarrear buenos productos educativos secundarios. El contribuyente  podría insistir  en el máximo control de su dólar, gastándolo en una educación evaluada por él mismo y no en una educacio´n dictada por una persona extraña.
Existen varias formas de transferir un dólar educativo de las escuelas a los hombres de negocios. Uno de ellos es la cuenta educativa. Otro consistiría en contratos sujetos a pruebas prácticas. Varias escuelas ya han firmado contratos semejantes con empresas que les garantizan la enseñanza de una habilidad que se puede probar; dichas empresas no reciben su pago hasta que el aprendizaje queda demostrado. Otra forma de beneficiar al comercio radica en desplazar la carga de la enseñanza de hombros de las personas a objetos reproducibles, trátese de libros o computadores.
Los liberales de la educación se muestran comprensiblemente recelosos a hacer causa común con los contribuyentes y los hombres de negocios. Por ejemplo, algunos académicos sostienen que los medios masivos de comunicación,  especialmente la TV, tienen ya más influencia educativa que las escuelas, y que el debilitamiento de las escuelas sólo traería como consecuencia el fortalecimiento del dominio de los intereses financieros en las mentes de hombres, mujeres y niños. Galbraith  argumenta incluso que la comunicación académica es una de nuestras mayores esperanzas   de poder escapar a las peores implicaciones  del nuevo Estado industrial. Los hechos no le respaldan. No hay ningún problema ―sea la guerra, la contaminación, a la explotación o el racismo ― en el cual la comunidad  académica, como tal, tenga un aposición claramente distinguible. Existen hombres valerosos en colegios y universidades, como los hay en todas partes, pero no reciben un respaldo efectivo por parte de sus instituciones. En el caso excepcional en que una institución ha protegido a un disidente impopular, la misma institución también lo ha silenciado. Por otro lado, las peores causas no han tenido dificultad en reclutar apoyo entre académicos, y las instituciones de enseñanza han hecho contratos con toda clase de instituciones y para todo tipo de fines.
Pero eso no otorga   validez al argumento de que se saltamos de la sartén escolar caeremos en las brasas de la televisión. Si uno cree en la gente y en la libertad, eso sería incluso dar un paso adelante. Nadie está obligado a ver la televisión sabiendo todos quién habla y por qué. La gente aprende siempre que se le da la oportunidad, a pesar de que no siempre  aprenda lo que queremos enseñarle. Dios tuvo que apostar a favor de la gente, y ha perdido a menudo. Sin embargo, sin esa apuesta no habría humanidad.
Si los liberales de la educación no están dispuestos a cooperar con los  contribuyentes y los hombres de negocio deberán someterse a una burocracia educativa cada vez más grande y más fuerte, cuya eficacia declina constantemente. Si, por otro lado, la propuesta alianza profana diera como resultado una verdadera educación, ello reduciría por sí mismo el peligro de la dominación económica. La responsabilidad se divide mejor entre los intereses privados y los públicos cuando la política la formulan quienes  no se benefician de su implementación  y la llevan a cabo  quienes sí se benefician de esa práctica. Los contribuyentes, los hombres de negocio y los liberales de la educación pueden ser aliados satisfactorios siempre que a ninguno de ellos se le permita escribir las reglas bajo las cuales operarán.
No obstante, sería un error concluir que un mercado competitivo de recursos educativos debe necesariamente dar por resultado una buena educación. Ello sólo sería posible si todos estuvieran ya educados, pero eso sería asumir el fin que buscamos. A partir de nuestra situación actual habrá que subsidiar ciertas instituciones educativas.
Una de las tareas fundamentales consistirá en inducir a padres y empleados a reasumir sus responsabilidades educativas. Todo ser pensante sabe muy bien que fundamentalmente  la educación tiene lugar en el hogar y en el trabajo, pero un buen número de hechos  han conspirado para robar a esa verdad su antigua aceptación general. Al ofrecer una escolarización gratuita, la organización  moderna de la sociedad recompensa  a la corta tanto a los padres como a los empleados por reducir sus papeles educativos normales. A ello se suma que las escuelas benefician a los poderes políticamente fuertes, y que los negocios se benefician de cualquier reducción en los costos de producción. De manera análoga,  el consumo competitivo al que están abocados los miembros del hogar moderno  los induce a ahorrar en aquellos gastos  que no resultan en ostentaciones. Salvo quizá en ciertos hogares académicos, los niños brillantes tiene menos oportunidad de descollar que los resplandecientes automóviles.
Este tipo de competencia predominante económica entre productores y miembros del hogar es a su vez el producto de un tipo particular de estructura legal. Haga que eso no se cambie, será necesario algún tipo de subsidio para volver a poner los procesos educativos en los lugares donde se dan de manera más racional y económica ―en el hogar y el trabajo.
En la práctica de las artes solía haber una considerable cantidad de educación efectiva. Antes de que la tecnología moderna  tomara las riendas, toda la producción implicaba una práctica artística. Lo que hoy llamamos bellas artes antiguamente se vinculaba con la práctica de otras artesanías aprendiendo  la gente no sólo trabajando junto a maestros con más experiencia sino  también con ayudantes que ejercían actividades artísticas vinculadas. Ese tipo de aprendizaje cayó por tierra con las primeras  etapas de la industrialización. La rápida declinación  de la demanda de trabajo industrial que hoy se observa  permitiría restablecer dicho aprendizaje, pero ello sólo podría suceder si las personas que aprende, enseñan y practican  las distintas artes recibieran cierta franquicia en cuanto a las mercancías y los servicios producidos por la tecnología moderna. La competencia ilimitada entre los hombres y las máquinas no es un fenómeno natural si no un fenómeno que ha sido deliberadamente elaborado en las sociedades modernas. La mayoría de los países del mundo fracasa en sus esfuerzos por poner  en marcha esa competencia. A los países modernos no les será menos difícil deshacer ese fenómeno, pero deberán hacerlo si es que las artes van a reclamar un papel educativo que de otra manera no puede ser cubierto. No hay manera comparable de enseñar a todos y cada uno las destrezas esenciales de la mayo y el pie, el ojo y el oído, la mente y la lengua.
Además del renacimiento de instituciones educativas tradicionales, , el mundo moderno necesita de nuevas, descritas en términos de redes, catálogos de objetos educativos, modelos de destrezas, colegas educandos o educadores profesionales. Una vez establecido, los servicios públicos encargados de la administración de las redes educativas podrían ser autónomos y ser incluso fundados con un  mínimo de inversión pública, pero probablemente habrá que subsidiar públicamente parte de la operación y las pruebas experimentales.
La desaparición de las escuelas y el acceso de todos a la educación no tendrán lugar mientras el resto del mundo permanezca sin cambio. Se tendrá que reemplazar la competencia entre las naciones, las clases y los individuos por la cooperación. Eso significa poner límite a lo que cualquier individuo grupo puede consumir, producir o hacer a los demás ― límites que  muchos individuos y grupos han transgredido hoy  ampliamente. La aceptación de tales límites requiere un aumento de nuestro discernimiento personal en lo que toca a  cuáles son los verdaderos intereses de los individuos y los grupos. Más aún, implica un sacrificio de los intereses a corto plazo por aquellos que son más duraderos. La raza humana no descuella precisamente por ese tipo de conducta. Sigue siendo bastante probable, por lo tanto, que no lo aprenderá como no sea a consecuencias del impacto de una catástrofe. No obstante, no hay necesidad de planear para la catástrofe, pero es muy necesario planear para impedirla.

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