lunes, 21 de diciembre de 2009

EVERETT REIMER, LA ESCUELA HA MUERTO (IV)

4. CÓMO TRABAJAN LAS ESCUELAS

Notas acerca de los salvajes de Norte América

           Panfleto de Benjamín Franklin, Ca. 1784


Franklin escribió: durante la firma del Tratado de Lancaster, el Pensilvania, el año 1744, entre el Gobierno de Virginia y las Seis Naciones, los comisionados de Virginia hicieron saber  a los indios que existía en Williamsburg un colegio provisto de fondos para el educación de la juventud india. Y que si los jefes de las Seis Naciones enviaban media docena  de sus hijos a ese colegio, el gobierno se encargaría de que recibieran todo lo necesario y de que fueran instruidos en todo el aprendizaje de la gente blanca.

El portavoz indígena respondió: sabemos que vosotros estimáis en alto grado el tipo de aprendizaje que se enseña en esos colegios, y que el mantenimiento de vuestros jóvenes durante el tiempo que estuvieran entre vosotros os resultaría costosísimo. Nosotros estamos convencidos, por lo tanto, de que mediante vuestra proposición deseáis hacernos bien y os lo agradecemos de todo corazón.

Pero vosotros, que sois sabios, debéis saber que naciones diferentes tienen distintos conceptos de las cosas, y por tanto no tomaréis por impropio el que nuestras ideas acerca  de ese tipo de educación no sean las mismas de las vuestras. Hemos tenido una buena experiencia de ello; varios de nuestros jóvenes se educaron formalmente en los colegios de las provincias norteñas; se les instruyó en todas vuestras ciencias,  pero cuando volvieron a nosotros, eran malos corredores, ignoraban todos los medios de vivir en los bosques, eran incapaces de soportar ya fuera el frío o el hambre, desconocía el modo de construir una choza o cómo atrapar a un venado o cómo matar  a un enemigo; hablaban nuestra lengua con imperfección, y no estaban preparados para ser cazadores ni guerreros  ni consejeros; en definitiva, que no servían absolutamente  para nada. Sin embargo, no nos sentimos menos obligados por vuestro generoso ofrecimiento, aunque declinamos aceptarlo, y para demostraros  nuestra gratitud  por el mismo, si los caballeros de Virginia nos envían una docena de sus hijos, nosotros cuidaremos de su educación, les instruiremos en todo cuanto sabemos y haremos de ellos hombres.


Las escuelas esconden curriculum mucho más importante que el que dicen enseñar. El propósito de dicho currículum oculto es propagar los mitos sociales, esas creencias que distinguen  a una sociedad de otra, y ayudar a mantener unida a una sociedad. Toda sociedad tiene sus mitos, y una de las fundaciones fundamentales de cualquier sistema educativo es transmitirlos a los jóvenes. Los mitos sociales no son necesariamente falsos; en realidad, los mitos corresponden bastante acertadamente a la realidad durante la época dorada de cada sociedad. Sin embargo, los mitos sociales son desbordados gradualmente y en la última etapa de una era social su cometido fundamental es respaldar creencias que se alejan cada vez más de lo que tiene lugar en esa sociedad particular.

Echemos un vistazo a cuatro mitos o ideologías que juegan un papel prominente en nuestra sociedad, examinemos las realidades correspondientes e identificaremos luego los rituales escolares que ayudan a tender un puente sobre el abismo que separa al mito de la realidad. Los mitos y las ideologías seleccionados tienen que ver con la igualdad de oportunidades, la libertad, el progreso y la eficacia.

De acuerdo con los mitos de las sociedades, todos los hombres tienen las mismas posibilidades de lograr lo que  sus ambiciones les dicen y lo que les permitan sus capacidades. Tal mito afirma que todos los niveles y las ramas de la escolarización se hallan abiertos a todos por igual y que la dedicación y la capacidad de cada estudiante son sus únicas limitaciones. Este mito proclama también que las ocupaciones y los distintos estratos sociales se hallan abiertos a cualquiera que tenga suficiente empuje y lleve a cabo la tarea que le corresponda. La escuela recibe cada vez más reconocimiento como la principal avenida que conduce a las ocupaciones y los papeles sociales y, por lo tanto, se pone énfasis en que el libre acceso a los canales escolares es una garantía de entrada no sólo a los adelantos académicos, sino también a los sociales. Éste es el mito de la igualdad de oportunidades, según el cual el adelanto de cualquier  individuo depende única y exclusivamente de sus cualidades personales.

Lo que sucede en realidad es que todo adelanto tiene lugar a expensas de otros. Tanto las escuelas como los niveles ocupacionales y las estructuras de las clases sociales son jerarquías piramidales. En la escuela los niveles se reducen cada vez más a medida que son más altos. En raras ocasiones se puede saltar algún nivel o grado. De ahí que para llegar a la cima haya que salir con vida de cada sucesiva competencia. El mismo cuadro se da en la industria. Por cada presidente de la Standard Oil quedan rezagados diez mil oficinistas.

¿A qué edad son iguales las oportunidades? ¿Al nacer? Resulta bastante difícil que el hijo de un presidente no tenga al nacer mejores oportunidades que el hijo de un oficinista, incluso aunque llegado el momento comenzara trabajando de oficinista. Pero si las oportunidades no son idénticas para todos en el momento del nacimiento, lo son cada vez menos a medida que pasa cada año de vida. Todavía nadie ha perdido irremisiblemente al comenzar la escuela, pero no bien acabe el kindergarten se empieza a llevar un registro de calificaciones y tests de inteligencia, y de ahí en adelante la puerta está prácticamente cerrada a quienes tienen calificaciones y puntajes bajas. Ello no se debe a que las calificaciones y las puntuaciones tengan algún valor. Inclusive quienes creen en ellas admiten que a esa edad ninguna es en absoluto digna de confianza. Lo que sucede es que se necesitan algunos juicios. Juicios  acerca de qué escuela, qué rumbo, qué maestro, teniendo todos esos juicios una influencia decisiva sobre las futuras oportunidades. Una vez que la escuela primaria queda atrás no tiene sentido seguir hablando de igualdad de oportunidades para quienes no han hecho méritos suficientes para entrar en una escuela secundaria académicamente buena. De cada diez mil muchachos que van a la escuela industrial sólo uno acabará dirigiendo una compañía constructora, lo cual es una gran excepción. De hecho, cada peldaño que uno sube significa la cima apoyándose en la cabeza de millares de seres. El mito de la igualdad de oportunidades corresponde a la realidad  de la desigualdad obligatoria, siendo así que las posibilidades de quedarse en el fondo son mucho mayores que las de llegar arriba.

“¡Pero por supuesto!”, será la respuesta. Esa es la naturaleza de la jerarquía. Todos saben lo que significa  igualdad de oportunidades. Si eso no es cierto, por qué entonces no decirlo como es. Llámasele la lotería social. Aunque en realidad se le debería llamar lotería social amañada; cada niño tiene tantas más oportunidades cuantos más dólares tenga su padre. Claro que eso no se avendría a los propósitos servidos por la expresión “igualdad de oportunidades”. Se supone que cada cual debe pensar que tiene igual oportunidad que los demás, sea cierto o no. ES mejor para la moral de la persona. Por el momento, el problema no radica en si ello debiera o no ser así. De hecho lo es y entonces el problema es saber qué es lo que lo hace posible. ¿Cómo es que se induce a la gente a creer, o por lo menos a actuar como si lo creyera, en la igualdad de oportunidades cuando de hecho tal cosa no existe? Lo que induce  a las personas a creer   tal cosa es la progresión ritual del escalonamiento; la escalera escolar, la escalera de la promoción de empleos, la escalera de los ingresos, la escalera del status social. Mientras la gente continúe subiendo es fácil mantener la ilusión de que todos los caminos llevan a la cima. Un pasillo cada vez, ésa es la manera de llegar. Fácilmente se deja de un lado el hecho de que la persona que llega a la cumbre ni siguiera tiene tiempo para pisar todos los peldaños. Y es lógico pensar que si uno sube paso a paso por llegar a la cima.

Hay suficientes escalones como para que cada cual pueda subir unos pocos. Los grados escolares son bastante sencillos al principio en los países ricos, superándolos casi todos. Cuando el camino se ha hecho difícil, ya se ha aprendido la lección: hay igualdad de oportunidades, pero simplemente todos los hombres no son iguales. Excepto aquellos que no se desenvolvieron bien en la escuela, todos los demás  suben algún que otro peldaño.  Después los rellanos  ya duran más tiempo. La gente comienza a envejecer. Ya no importa tanto como antes.

Aun cuando la persona no sea promovida, su ingreso siempre aumenta un poco―hay aumentos anuales―, cada año se obtiene un poco más, y cuando se llega a cierto estancamiento ya se ha arraigado también la ilusión de que cada uno ha tenido su oportunidad. Sencillamente, algunos tienen más suerte que otros. Evidentemente esa no es toda la verdad. Pero la progresión ritual del ascenso induce a la gente a creer en ello.

La ideología de la libertad dice que todos los hombres poseen ciertos derechos inalienables: el derecho de reunión, el derecho a solicitar desagravios, el derecho a ser libre de investigación y apropiación irrazonables, el derecho de opinar y el derecho a no declarar contra uno mismo ― esto es, de ser libre de torturas en primero, segundo o tercer grado―. La verdad es que las luces  titilantes de la libertad se están apagando en el mundo entero. En los países comunistas los desviacionistas y los enemigos del pueblo ni tiene derechos civiles. En los capitalistas, cerca de la mitad de las naciones que hace veinte años eran democráticas tienen actualmente regímenes militares, varios de los cuales emplean la tortura como diario instrumento de gobierno. Los restantes gobiernos “democráticos” incluyen casos como el de Sudáfrica, donde los derechos cívicos “completos” sólo corresponden a los no africanos y no asiáticos, siempre y cuando  éstos tengan, además, el tacto de no meterse con el asunto del “apartheid”. En Estados Unidos existe el caso de Sur,  donde los negros tienen los derechos que los blancos  se dignan otorgarles. En el resto del país, la policía y la guardia nacional se encargan de dictar cada vez más los derechos populares. Los Panteras  Negras, los demócratas disidentes y los estudiantes  universitarios corren el riesgo  cada vez mayor de tener servicios fúnebres en lugar de derechos civiles.

De cara a estos hechos, ¿Qué es lo que sustenta la creencia de que la liberta existe? De modo principal, los rituales del proceso democrático. La última elección presidencial estadounidense sirvió, entre otras cosas, para ayudar el pueblo norteamericano a olvidar el poder policial empleado en la convención de Chicago por un ala del Partido Demócrata contra la otra. Análogamente, la última elección nacional celebrada en Francia ayudó a olvidar los pueblos que muy pocos meses antes habían tenido lugar la represión policial y militar de obreros y estudiantes. Esos dramáticos ejemplos no son, sin embargo, tan importantes como los rituales cotidianos de las democracias, los cuales reafirman al pueblo su libertad mientras la dominación y la represión van en aumento. El profesor que da muestras de libertad académicas mediante su denuncia al sistema, los estudiantes que ostentan su larga cabellera y andan descalzos, las manifestaciones  que se sientan en algún sitio para obstruir el paso, los grupos que pintan carteles alusivos en los muros de las calles, y las fiestas  de marihuana ―por más útiles que todos ellos resulten ― sirven en última instancia para convencer a la gente de que aún se goza de libertad cuando de hecho no es así.

También existen casos como el de los iracundos editoriales periodísticos, el exposé de la empresa revelado por alguno de sus empleados, las nuevas revistas  que van a un paso más allá de las anteriores, o las interpelaciones parlamentarias. Algunos de esos casos prestan un buen servicio. Otros ayudan meramente a mantener la ilusión de libertad. Con pocas excepciones, los únicos que son capaces de utilizar la libertad ofrecida por el procedimiento democrático son aquellos que conocen las reglas del juego y saben cómo jugarlo, y aquellos que aún siendo disidentes ya están en posiciones privilegiadas. Los auténticamente despojados apenas tienen acceso efectivo al proceso democrático. Esa es una razón por la cual Jefferson perdió la esperanza en las metódicas reformas de acuerdo con las reglas. Pero las propias reglas, cuando se las sigue ritualmente, solapan las bases de la confianza de Jefferson en una revolución periódica. El procedimiento democrático, tanto en la escuela como en la sociedad, ayuda a la gente a aceptar la discrepancia entre la supuesta libertad y la dominación y supresión reales. No queremos perder o subestimar el proceso democrático, pero tampoco queremos hacernos ilusiones en cuanto a la libertad de que disponemos y a la seguridad de la misma. Sólo si vemos las cosas con claridad podemos proteger y extender entonces los límites de nuestra libertad personal y la de los demás individuos.

De acuerdo con el mito del progreso, nuestra situación mejora día a día y continuará mejorando sin que se vea límites demostrables referentes al alcance o al grado de las mejoras por venir. Los hechos dicen que nos encontramos cerca de los límites de la atmósfera para absorber más calor o de los mares para absorber más contaminación, cerca de los límites de la población que la tierra pueda albergar, cerca de los límites de la paciencia de los pobres para subsistir de las migajas de los ricos, cerca de los límites de los propios ricos en lo que respecta a dar una vuelta más a la tuerca que ellos mismos han creado o a vivir más tiempo con las indulgencias que se han inventado ellos mismos. Quienes no quieren afrontar los hechos dicen que los problemas serán resueltos mediante nuevos descubrimientos e invenciones. Pero los descubrimientos y las invenciones del pasado no han hecho más que traernos a nuestra condición actual. De ser aplicados similarmente, los descubrimientos e invenciones del futuro sólo pueden agudizar esa situación. Porque independientemente de la proximidad o lejanía de dichos límites puede haber muy poca duda de que los mismos existen, en tanto que la ideología del progreso no tiene límites. La tierra, la población humana y la naturaleza humana son todas ellas finitas; el progreso es infinito en cambio. Este problema teórico no tendría por qué preocupar a la gente si existiera un equilibrio entre distintos tipos de progreso, pero dicho equilibrio no existe. Nuestra habilidad para matarnos unos a otros crece mucho más rápidamente que nuestra capacidad productiva. Se amplía el abismo que separa a los pobres de los ricos. Las tensiones psicológicas crecen más rápidamente que nuestra habilidad para hacerles frente.

El mito del progreso se halla enfrentado entonces a un conjunto de hechos contundentes que contradicen los supuestos del mismo. ¿Qué es lo que reconcilia esas contradicciones? El ritual de la investigación ―la continúa búsqueda de nuevos conocimientos, nueva intuiciones, nuevas técnicas― es lo que primordialmente las mantiene alejadas de la conciencia. Por un lado, la investigación, es un hecho no ritual muy importante; pero es también, por otro, un ritual muy importante, porque induce a creer que los nuevos descubrimientos cambian totalmente el panorama y que cada día es un nuevo día con un nuevo conjunto de reglas y posibilidades. Eso es obviamente falso. Incluso los nuevos descubrimientos e invenciones lo dejan casi todo como estaba. La invención de los reactores extendió muchísimo el suministro mundial de material fisionable. La fisión nuclear extiende aún más los límites de las posibles fuentes de energía. Pero estos descubrimientos de largo alcance no afectan para nada la capacidad de absorción de la atmósfera. El único efecto que tienen sobre la población humana es el de amenazarla con su extinción total, influenciando sólo ligeramente la habilidad del hombre para pensar y gobernarse. Sin embargo, el mito de la renovación mediante la investigación, la creencia de que los grandes descubrimientos pueden renovar todos los términos de todos los problemas, impide que los hombres vean las rígidas barreras que de hecho existen para un progreso mayor.

La investigación se halla tan identificada con la escuela que como consecuencia afecta aún más a los estudiantes que a la población general. El efecto de la investigación sobre el curriculum constituye el mayor impacto de la misma sobre los estudiantes. Uno de los distintivos de la escolarización moderna, que tan tajantemente la separa de su propia tradición, estriba en que sus ofertas siempre vienen acompañadas de una etiqueta anunciando que se trata de la última novedad. El conocimiento del día anterior se vuelve automáticamente obsoleto. En Noruega se piensa seriamente en declarar carente de calidez todos los títulos que tengan más de cinco años desde su fecha de expedición. El mérito de esta proposición radica en que reconoce algo que siempre ha sido verdad, a saber, que en cuanto tales, los títulos tienen muy poca validez. Pero, sin embargo, dicha proposición razona diciendo que el conocimiento caduca cada cinco años. Todo trabajador sería obligado a regresar periódicamente a la escuela para matizar el conocimiento que recibiera la última vez. La verdadera educación es, desde luego, un proceso que dura toda la vida. Pero la verdadera educación y la verdadera investigación son también procesos continuos vinculados al trabajo. La investigación y la educación genuinas integran todo lo que es nuevo a la mole de lo que es viejo, y eso sólo se puede hacer en el curso del trabajo, mediante el descubrimiento y la aplicación de lo nuevo. La ilusión de que el conocimiento debe ser contemporáneo para ser válido divide a las generaciones. Esa arrogancia de los jóvenes es fundamentalmente el fruto de la renovación del curriculum ritualizado, tal como la escuela lo practica.

El mito de la eficacia sostiene que el hombre moderno ha solucionado sus problemas de producción gracias a la organización eficiente, que otros hombres pueden hacer lo mismo y que la mayor parte de los problemas humanos que aún quedan se pueden solucionar mediante un enfoque similar. La verdad es que, tal como el economista Kenneth Boulding ha sugerido hace muy poco, el producto nacional bruto, medida usual de la producción total de una nación, es en realidad una medida de la ineficacia económica. En los países más ricos los empleos siguen de manera creciente la ley de Parkinson: el empleo aumenta a medida que la producción disminuye. En esos países más ricos cada día es mayor el número de personas empleadas en el sector de servicios, realizando tareas de dudoso valor. Consideremos, por ejemplo, a los burócratas gubernamentales y privados, los vendedores, los publicistas, los banqueros, los contables, los abogados, los maestros, los policías, los soldados, los encuestadores, los trabajadores, sociales. Es indudable que todas esas personas ejecutan alguna tarea que alguien más valora, pero no es menos verdad que por lo menos hay un número igual de personas que la detestan. Los abogados constituyen el mejor ejemplo; por cada ganador legal hay un perdedor. Lo mismo es cierto, aunque menos obviamente para todos los otros tipos de trabajadores anteriormente mencionados anteriormente y para muchos otros servicios. Hay muchas mercancías materiales que también son de dudoso valor ―las armas militares, la pornografía, los grandes anuncios comerciales en las autopistas, los super-jets, los automóviles, los monumentos funerarios, las escuelas, el tabaco, el alcohol, la marihuana, el agua fluorizada. La gente se opone a ellos en grados variables. No se trata de que el trabajo invertido en producirlos o distribuirlos sea malo, ni de que tenga en sí mismo un dudoso valor. Se trata más bien de que el valor del trabajo depende de su fruto.

¿Cómo ha sido posible mantener alejadas de la conciencia pública las discrepancias entre el mito y la realidad de la eficiencia? Por medio de la actividad ritualizada.

Hace mucho tiempo que las escuelas aprendieron que la manera de evitar que los niños piensen es mantenerlos ocupados. Clases, clubs, deportes, actividades culturales, tareas… el diablo siempre encuentra un sustituto a la pereza. Esa es también la manera de salir al paso de los ataques contra la eficiencia de las escuelas ―más cursos, más títulos, más actividades, más inscripciones. Los graduados escolares se hallan bien preparados para participar en los ritos de la actividad del mundo externo: más comités, más proyectos, más campañas, más productos, más industrias, más empleo, más producto nacional bruto. No toda la actividad es ritual. Pero en una nación como Estados Unidos, capaz de producir todos sus productos agrícolas e industriales con el 5% de su fuerza de trabajo, el empleo parkinsoniano tiene que responder por gran parte del 95%. La actividad ritualizada también debe dar cuenta de gran parte del tiempo de los adultos que no forman parte de la fuerza laboral y de los estudiantes que están en la escuela.

El curriculum oculto de la escuela es peligroso porque apuntala la creencia en una sociedad enferma ―una sociedad dedicada al consumo competitivo que asume que el hombre se desvive por consumir y que para consumir incesantemente tienen que atarse a sí mismo al engranaje de la producción sin fin. Toda la teoría de la escolarización se basa en el supuesto de que al aplicar los métodos de la producción al aprendizaje lo que se obtiene es aprendizaje. Lo que en realidad se obtiene es aprender a producir y a consumir mientras nada fundamental cambia. Como instrumentos para aprender a adaptarse a circunstancias cambiantes, los métodos de producción resultan ridículos.

Nuestra participación en el rito escolar es la forma principal que se emplea para que nuestra atención no se preocupe por la necesidad de distinguir entre esos dos tipos de aprendizaje.

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