lunes, 21 de diciembre de 2009

EVERETT REIMER, LA ESCUELA HA MUERTO (XI)

11     EL PAPEL REVOLUCIONARIO EN LA EDUCACIÓN




     Más valdría que los hombres no recibieran educación a que fueran educados por sus dirigentes: porque esta educación no es más que acostumbrar los bueyes al yugo, la mera disciplina del perro de caza que a fuerza de severidad vence su instinto más natural y, en lugar de devorar a su presa, corre, obligado, con ella hasta los pies de su amo.


THOMAS HODGKINS, 1823


Para que las alternativas a la escuela sean realmente eficaces es necesario que tengan lugar una serie de cambios sociales de envergadura. Pero no tiene sentido aguardar a que otros cambios den lugar a un cambio educativo. A menos que se planeen y lleven a cabo alternativas educativas, nada garantiza que las mismas tendrán lugar, pase lo que pase. Si esas alternativas no han sido puestas en marcha, los otros cambios tenderán a ser superficiales y poco duraderos. Por otra parte, la irrupción del cambio educativo ocasionará cambios fundamentales.
La educación verdadera es una fuerza social básica. Las presentes estructuras sociales sucumbirán ante una población educada, aunque los educados sólo constituyeran una minoría sustancial. Obviamente lo que aquí se cuestiona es algo más que la simple escolarización. Se escolariza a la gente con el fin de que acepte una sociedad. Se la educa para crear o recrear una sociedad.
Educación tiene aquí el sentido que siempre le han otorgado los competentes estudiosos de la educación y de la naturaleza humana. Nadie la ha definido mejor que el pedagogo brasileño Paulo freire, quien la describe como el llegar a ser críticamente consciente de la realidad personal, de tal forma que se llega a actuar eficazmente sobre ella. Un hombre educado comprende su mundo lo suficiente como para enfrentársele con eficacia. Si hubiera suficiente número de tales personas, éstas no permitirían que los absurdos del mundo actual continuaran existiendo.
Hay algunos hombres que son así; hombres que comprenden la realidad lo suficiente como para encararla con efectividad. Actualmente son pocos y la mayoría de ellos están dedicados a manejar el mundo para su propio provecho. Si en cualquier sociedad la proporción de personas con esa educación fuera un veinte por ciento en lugar de un dos, o un treinta en lugar de un tres, tal sociedad no podría continuar siendo dirigida por unos pocos y para los fines de esos pocos, sino que sería dirigida para el bienestar social. Los laureles del liderazgo pierden su atractivo en cuanto se extienden a más de unos cuantos. Donde quiera que una proporción razonable de la población ha sido educada en el sentido de comprender la realidad suficientemente como para actuar sobre ella con eficacia –como en la Nueva Inglaterra de los Peregrinos, la antigua Grecia o la Roma primitiva-, las sociedades llegaron a ser verdaderamente democráticas.
Los estados-nación tal como en la actualidad existen no podrían sobrevivir ante una población educada. Las naciones que estuvieran constituidas por personas educadas tenderían a unirse. Desde luego, eso podría comenzar a suceder dentro del marco nominal del estado-nación; no habría que cambiar las fronteras geográficas. Cuando las restricciones migratorias y arancelarias cambian lo suficiente, las fronteras políticas pierden su significado.
También las distinciones entre clases tenderían a desaparecer en las sociedades educadas; tal como tendieron a hacerlo en ciertos períodos de la historia. Eso no quiere decir que desaparecieran las diferencias individuales basadas en las posiciones que otorgan ciertos valores y privilegios. En una sociedad cambiante, tan pronto como se nivelaran antiguas diferencias surgirían otras nuevas. Sería sin embargo difícil identificar diferencias provenientes de una movilidad constante con cualquier clase, raza u otra etiqueta de identificación social. Una sociedad educada se convertiría y seguiría siendo altamente pluralista, con una clase de jerarquías fluidas y vinculadas con soltura, basadas en un gran número de criterios de valor independientes. Algunas personas serían ricas, otras poderosas, impopulares, amadas o respetadas o muy fuertes, pero serían pocos los que pudieran ser todo eso a la vez durante mucho tiempo.
Una población educada haría que no sólo su nación sino también sus instituciones respondieran a las necesidades y los deseos de clientes y trabajadores, así como también a los de sus dirigentes. Cualquier minoría educada de proporción considerable jamás se conformaría con servicios sanitarios y educativos inadecuados, con la contaminación del medio ambiente, con principios políticos dictados por grupos militares-industriales, o con el control de los medios masivos de comunicación por parte de la publicidad –para no mencionar los embotellamientos de tráfico, los barrios miserables y la enormidad de otros absurdos que afligen a las sociedades modernas.
Todo lo anterior no encierra ninguna magia educativa. Ni siquiera la gente educada podría solucionar esos problemas dentro de su contexto actual. Lo que podrían hacer, y harían, sería reconocer lo irracional de ese contexto y cambiarlo. Se darían cuenta, por ejemplo, de que el consumo competitivo es una forma de vida imposible más allá de cortos períodos o reducidas minorías. Una vez que comprendieran tal cosa, entenderían también que la producción y el empleo actuales son no sólo innecesarios sino realmente dañinos. Los pertrechos bélicos son un caso patente, pero la escolarización, los ostentosos y efímeros artículos de consumo ofertados con calidad de eternos, las excursiones de empresarios y gobernantes a expensas del bolsillo del público y un sinnúmero de otros productos y actividades, son ejemplos algo menos obvios.
El hecho de que el estilo de vida de tantos privilegiados depende de que las cosas sigan como están, es una de las dificultades que impiden hacer algo en torno a esos problemas. La simple educación no puede resolverlo. Puede ayudar a que la gente vea las arenas movedizas en que se basa su seguridad actual. Puede ayudarla a ver alternativas viables. Pero es posible que se necesite algo más para llevarlas a cabo. Eso significa sencillamente que por sí sola la educación no puede ocasionar un cambio social revolucionario. Puede sin embargo ir mucho más lejos de lo que puede pensar la gente que confunde la educación con la escolarización.
El mundo escolar concibe el problema de la educación en términos de inducir a los estudiantes a que aprendan lo que se supone que deben saber. Desde ese punto de vista carece de sentido pensar que la gente encuentra bloqueados el saber y el aprendizaje. Y, sin embargo, es claro que así es. La mayoría de las personas del mundo suda toda su vida por una tierra que pertenece a otros, vive constantemente endeudada con sus patronos, no tiene control sobre los precios de lo que vende o de lo que compra, vive en el desamparo de la miseria, y es mantenida en el desamparo no sólo porque no tiene acceso a la información y la oportunidad de aprender, sino también porque le distorsionan deliberadamente los hechos de sus propias vidas. Brujos, sacerdotes, políticos y proveedores de panaceas rentables, compiten entre sí para mantener a esa gente hundida en la ignorancia y desconocedora de su verdadera condición. Los intentos de los primeros son ayudados por la miseria tan grande y desesperante que de alguna manera hay que justificarla, enmascararla, hacerla soportable.
Para esta gente la educación no consiste primariamente en aprender a leer sino en aprender a entender su situación miserable y a hacer algo por ella. Eso puede incluir la necesidad de aprender a leer, pero es obvio que debe incluir otras cosas sin las cuales la habilidad de leer carecería de todo valor. Supongamos que algunos niños que viven en esa situación aprenden a leer y pueden escapar por lo tanto. Eso no ayuda lo más mínimo a los que quedan atrás dando a luz más niños.
Gran parte de lo que la gente que está en tal situación necesita saber para poder mejorar sustancialmente le es activamente negado u ocultado. En su trabajo con campesinos brasileños, Paulo Freire descubrió que ellos aprendían inmediatamente a leer las palabras que tenían un significado real dentro de sus situaciones vitales. Pero tan pronto como los clientes de Freire aprendieron a leer esas palabras, organizaron ligas campesinas para tratar de negociar con sus patronos. A pesar de que cumplieron escrupulosamente con las leyes y las costumbres de la región, muy pronto sus patronos, las autoridades locales y la Iglesia se unieron contra ellos. Se despidió y encarceló a sus líderes negando la Iglesia sus sacramentos a los miembros de las ligas, hasta que los misioneros protestantes comenzaron a ganar adeptos entre ellos.
Freire denomina a la cultura rural de América Hispana una cultura del silencio. Con eso quiere decir que las masas rurales, despojadas de voz en los problemas que más les conciernen, han olvidado cómo hablar y hasta cómo pensar sobre esos problemas, excepto en términos de las mitologías racionalizantes que les suministraban sus superiores. En palabras de Freire, han perdido el verbo. El término se emplea aquí de la misma manera que en el primer versículo del Evangelio según San Juan: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios». Lo que los miembros de la cultura del silencio han perdido es el derecho de nacimiento otorgado por Dios, el derecho a nombrar ―y por lo tanto entender y controlar― su mundo. Para comprender cómo toda una clase de hombres puede perder el verbo, basta con recordar los orígenes de esa clase en la institución de la esclavitud. Los esclavos tenían permiso para cantar, salmodiar, parlotear y chismorrear, pero no para decir nada serio acerca de su propia situación o de la sociedad que los mantenía en la esclavitud. Durante generaciones los hijos de los esclavos se criaron sin ninguna referencia a tales problemas, e incluso bajo la represión consciente ejercida por los padres en el caso de las referencias hechas por los niños inocentes. Es fácil ver cómo se perdió el verbo para los esclavos y para sus sucesores.
La práctica actual de la religión tal como afecta a los trabajadores rurales y urbanos de América Hispana ilustra muy significativamente cómo el verbo sigue perdido para esas poblaciones. En las áreas rurales la religión es la católica, pero en muchas regiones el catolicismo es sólo nominal. De hecho lo que existe a menudo es una yuxtaposición de una cultura popular beata apoyada en la brujería indígena; el contenido de los elementos católicos y los elementos supersticiosos de la amalgama varía de una región a otra. Sin embargo, la función social de esas amalgamas es la misma en todas las regiones sin que existan diferencias discernibles en cuanto a su eficacia. Todas ellas efectúan curas, controlan impulsos antisociales y proveen una estructura significativa dentro de la cual se celebra el nacimiento, la muerte, el casamiento y otros sucesos críticos en las vidas de los individuos. Aún más importante desde un punto de vista social es el hecho de que las mismas legitiman la propiedad de la tierra en manos de los ricos, perdonan o justifican los privilegios disfrutados por las élites a expensas de los pobres, y exaltan actos de caridad de la élite y sus papeles simbólicos en los asuntos religiosos, políticos, económicos y familiares. Dichas amalgamas proveen a lso campesinos con un conjunto de recompensas en el otro mundo para consolarlos de la miseria actual y representan sus sufrimientos cotidianos como debidos a la voluntad de Dios, siendo la virtud más alta la resignación a dichos sufrimientos.
Desde luego hay muchos sacerdotes católicos en América Hispana cuya conducta contradice cada línea de la descripción anterior; fustigan a los ricos y ayudan, levantan y dirigen a los campesinos en sus búsquedas de justicia. Esos sacerdotes son a veces asesinados, a menudo encarcelados por locos y, más frecuentemente, destinados a tareas innocuas o bien son despedidos. Ocasionalmente, su trabajo es bien recibido y alentado por algunos obispos que concuerdan con ellos.
Cuando los campesinos hispanoamericanos se mudan a las ciudades convirtiéndose en trabajadores urbanos, gran número de ellos se convierte a una variedad de sectas protestantes fundamentalistas. Los mismos patronos católicos a menudo prefieren emplear a esos conversos contratándoles selectivamente. Parece ser que son más inclinados a la sobriedad, más fieles a sus esposas y familias, y más honrados en cuanto a su trabajo, al envío de sus hijos a la escuela, a la adquisición de pertenencias, y a abrirse camino en el mundo. Su comportamiento respalda perfectamente la hipótesis de Weber en cuanto a la relación entre el protestantismo y la industrialización. El catolicismo nominal personalmente tolerante ―que tan bien se ajusta a la América Hispana rural y que tan agudamente contrasta con sus contrapartidas en la Irlanda rural y en el norte de España― se adecúa muy mal en Sâo  Paulo, Buenos Aires, Ciudad de México y los centros menos industriales de América Hispana. Lo mismo sucede con el catolicismo urbano más sofisticado de las ciudades hispanoamericanas, con su énfasis en los derechos laborales, las obligaciones patronales, y, en general, la justicia social en le mundo industrial moderno. Las enseñanzas de algunas de las más antiguas sectas protestantes no favorecen a los intereses de los patronos urbanos más que el catolicismo moderno, logrando esas sectas menos conversos entre los trabajadores.
Puede parecer extraño que los trabajadores se unan a sectas cuyas enseñanzas se adecúan más a las de los patronos que a las de los patronos que a las de los propios obreros. Esto sólo se debe parcialmente a que los patronos seleccionan a los miembros de esas sectas para trabajar. Se debe también a que los trabajadores relativamente carentes de poder necesitan sicológicamente una religión que concilie las contradicciones entre los intereses de sus patronos y los suyos propios.
Nos esforzamos por ocultar los hechos de la vida a la mirada de nuestros hijos, de la misma manera que lo hacen los terratenientes brasileños y los patronos urbanos para ocultarlos de la vista de obreros y campesinos. Al igual que ellos, no sólo ocultamos y distorsionamos los hechos sino que invocamos también la ayuda de las grandes instituciones y de las mitologías complicadas. Los hechos de la vida no se limitan al sexo; en ese particular tenemos cada vez menos inhibiciones, incluso frente a los niños. Pero los ingresos relativos de las familias que viven en la misma casa, la estructura del poder en el vecindario, el por qué papá no obtuvo la promoción o mamá la dirección en la junta de damas, el por qué Jimmy fuma marihuana o Susie se ha ido temporalmente fuera despueblo… todas esas cosas que los niños desean perversamente conocer, es obvio que no les corresponden. Como tampoco el ballet en vez de la lectura, el kárate en lugar de las matemáticas, o la anatomía de las moscas en lugar de la botánica que se aprende en un libro. Evidentemente las escuelas están diseñadas tanto para evitar que los niños aprendan lo que en realidad les intriga como para enseñarles lo que deben saber. Como resultado de ello aprenden a leer pero no leen, aprenden a contar pero odian las matemáticas, se turban en las aulas de clase y efectúan su aprendizaje en los recreos y en las calles con sus pandillas.
Nosotros mismos no lo pasamos mejor que los niños. Los intentos para que los envases y los paquetes describan debidamente sus contenidos, se interpretan como un ataque a la industria privada. Cualquier exploración genuina de la política extranjero es tachada de subversiva, mientras los hechos fundamentales se ocultan con el velo de la seguridad nacional. Los enemigos de cada poder militar mundial saben más acerca de la capacidad e intenciones del mismo que lo que se pone a disposición de los legisladores. Los espías, los botones, las mucamas, los ayudas de cámara, y las criadas de las grandes damas son las únicas excepciones privilegiadas de la conspiración de secretos en la que vivimos.
Por supuesto, existen inmejorables razones para el secreto y la mixtificación. Los niños podrían quedar atemorizados para siempre si se les expusiera prematuramente a la muerte, al sufrimiento, al sexo, o a las sórdidas realidades de la vida política y económica. Los mecánicos se encontrarían desconcertados si se diera a los propietarios de automóviles la descripción detallada de sus vehículos. Un poco de conocimiento es peligroso, no sólo para el hombre de la calle sino también para sus médicos, sus abogados y sus contadores. Si se permitiera a los compradores saber qué es lo que compran, eso permitiría que también los competidores lo descubrieran. Si se disminuyeran las barreras de la seguridad nacional el enemigo aprendería a menos costo. Esos razonamientos oscilan entre lo válido y lo ridículo, pero incluso los válidos sólo son tales dentro del contexto social en que vivimos. Para esa sociedad Paulo Freire es una amenaza, como también lo es la libre educación de los niños y de nosotros mismos. En la actualidad, esta educación no es libre. Sistemáticamente se impide que la gente aprenda las cosas que son para ella más importantes. Deliberadamente se la desorienta mediante las distorsiones institucionales de los hechos y mediante la propagación de mitologías religiosas, políticas y económicas que hacen sumamente difícil lograr un chispazo de la verdad relevante. Los capitalistas no tienen dificultad en ver cómo los comunistas lavan el cerebro de sus víctimas. Los ingleses y los franceses ven cada uno las maquinaciones del otro sin la menor dificultad. A nosotros sólo nos confunde nuestro propio camuflaje.
El significado secular de los grandes maestros religiosos del pasado es visible en el importante papel revelatorio que tiene la verdadera educación. Aparte del contenido trascendental de sus enseñanzas, Moisés, Jesús, Mahoma, Gautama y Lao-Tse ―para mencionar sólo a algunos de los más famosos― revelaron grandes verdades a millones de personas. Pero las verdades que ellos revelaron jamás podrán volver a ser ocultadas totalmente. La injusticia actual sigue condenada por aquellas enseñanzas, basándose los ideales de hoy en ellas. Sus enseñanzas no fueron esotéricas. Muchos de sus contemporáneos debieron ver también lo que ellos vieron, sentir lo que ellos sintieron, pero carecieron de seguridad para confiar en sus juicios, de coraje para decir lo que pensaban, o de carisma para atraer discípulos.
En nuestra época, los grandes maestros han hablado en términos seculares. Marx, Freíd, Darwin, ―y nuevamente se menciona sólo a los más famosos― han revelado a millones de seres verdades que muchos otros habían intuido pero que no pudieron expresar con igual claridad. Gracias en parte a los grandes maestros del pasado, las verdades significativas del presente yacen más cerca de la superficie. Están allí para que muchos puedan verlas. La delgada capa que las cubre es frecuentemente transparente y la hipocresía con que se leas enmascara es a menudo tan patente que resulta ultrajante. Hoy no se necesita un genio para descubrir, revelar y proclamar las verdades que pueden liberar a los hombres. Pero es necesario llevar a cabo esa tarea. Ese es el papel del verdadero maestro, único recurso educativo que siempre escaseará.
Las tareas educativas del presente no requieren, en general, genios, pero sí pueden requerir héroes.
Se necesitarán esfuerzos para que las verdades de la ciencia, de la economía, de la política y de la sicología modernas lleguen a las masas sin distorsiones simplistas. Sin embargo, el sincero deseo de hacerlo continúa siendo una mercancía más escasa que la habilidad de hacerlo. Hay buenas razones para explicar por qué no existe un suministro del deseo lo suficientemente grande que conduce  a la acción. Quienes se comprometen seriamente a llevar la verdad a las personas que por constituir la gran mayoría son capaces de dar lugar al cambio fundamental corren un riesgo considerable. Los Gandhi y los Martin Luther King no mueren en sus lechos. Che Guevara penetró en la selva con armas y seguidores que se podían proteger y protegerlo. Aquellos que van armados sólo con la verdad serán aún más peligrosos y más vulnerables. Nadie que se halle seguro invoca conscientemente a los héroes. Pero los héroes siempre han surgido y ―cuando el tiempo madure― volverán a surgir.

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