miércoles, 28 de octubre de 2009

La vida del espíritu

Hannah Arendt

Introducción
Editorial Paidos, Barcelona, España, 2002, p. 29 y ss.

      Todo comenzó mientras asistía al proceso de Eichmann en Jerusalén. En mi relato del mismo hablé de la “banalidad del mal” y con esta expresión no aludía a una teoría o a una doctrina, si bien era confusamente consciente de que iba en contra del pensamiento tradicional ―literario, teológico, filosófico― sobre el fenómeno del mal. El mal, como aprendimos de niños, es algo demoníaco; su encarnación es Satán, que “cae del cielo como un rayo” (Lc. 10, 18), o Lucifer, el ángel caído (“el demonio también es un ángel” [Miguel de Unamuno]), cuyo pecado es el orgullo (“orgulloso como Lucifer”), es decir, aquella superbia de la que sólo los mejores son capaces: ellos no quieren servir a Dios, quieren ser como Él. Los malvados, se nos dice, actúan movidos por la envidia, que puede ser el resentimiento por no haber triunfado sin que mediara su propia falta (Ricardo III), o la envidia de Caín, que mató a Abel porque “el Señor prestó atención a  Abel  y a sus sacrificios, pero no tuvo consideración alguna con Caín y sus ofrendas”. También puede guiarles la debilidad (Macbeth). O, al contrario, el poderoso odio que experimenta la maldad ante la pura bondad (Iago: “Odio al Moro; mi causa está engendrada en mi corazón”; u odio de Claggart por la inocencia “bárbara” de Billy Budd, un odio que Melville considera como una depravación de la naturaleza”), o la codicia, “fuente  de todos los males “(Radix omnium malorum cupiditas). Si embargo, aquello que tenía ante mis ojos era un hecho totalmente distinto e innegable. Lo que me impresionó del acusado era su manifiesta superficialidad, que no permitía remontar el mal incuestionable que regía sus actos hasta los niveles más profundos de sus raíces o motivos. Lo actos fueron monstruosos, pero el agente ― al menos el responsable que estaba siendo juzgado  en aquel momento ― era totalmente corriente, común, ni demoníaco ni monstruoso. No presentaba ningún signo de convicción ideológica sólida ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable  que podía detectarse en su conducta pasada, y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar. En el contexto del tribunal israelí y del proceso  carcelario supo desenvolverse tan bien como lo había hecho durante el régimen nazi pero, ante situaciones carentes de este tipo de rutina,  estaba indefenso y su lenguaje estereotipado producía en la tribuna, como evidentemente también debió hacerlo en su vida oficial, una suerte de comedia macabra. Los estereotipos, las frases hechas,  la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados cumplen la función socialmente reconocida de protegernos  frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos y hechos en virtud de su existencia. Si siempre tuviéramos que ceder a dichos requerimientos, pronto estaríamos exhaustos. La única diferencia entre Eichmann y el resto de la humanidad es que él pasó por alto todas esas solicitudes. 

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